La visita del presidente electo al edificio de la CGT de la calle Azopardo fue un rito muy a tono con la liturgia peronista. En primer lugar, porque el realismo parece haber ganado lugar en el discurso de Alberto Fernández, quien de a poco va esculpiendo su posición pública frente a los grandes desafíos que enfrenta. Le va asignando prioridad y por lo tanto enfocando la atención. Las piezas de su rompecabezas también van alterando su fisonomía y por lo tanto el dibujo final que proyecten.
A favor del clima de buena acogida que los popes sindicales le ofrecieron a la mesa chica de Fernández, está la convicción de que solo un acuerdo con todas las partes involucradas podrá darle el piso de sustentabilidad necesaria para afrontar un verano que promete temperaturas récord. También que ofrecen un amplio abanico de instrumentos para mantener controlado el reclamo de las bases luego de casi dos años de pérdida del poder adquisitivo. Justo esta semana, varios de sus referentes aseguraron que no tendrían la insolencia de pedirle al nuevo gobierno un bono de fin de año para compensar la erosión inflacionaria. Y por si hacía falta, dieron otro paso más y le aseguraron que tampoco pretendían una recuperación salarial instantánea.
Después de escuchar también propuestas amigables del sector empresarial concertado, al menos de los industriales, la ilusión de poder darle forma al mencionado pacto social, un caballito de batalla electoral pero que, al revés de otros, va ganando fama de imprescindible en el diseño de la próxima política. Aunque en este caso no está claro qué tienen para ofrecer a cambio: la inversión está frenada por el clima de incertidumbre y también por la caída en picada de la actividad.
Recurrir a un gran pacto social no es novedoso. Perón inauguró su tercer mandato celebrando un acuerdo que congelaba precios y salarios, y que tuvo su inicio auspicioso, pero terminó de la peor manera: desabastecimiento ante precios máximos irreales, malestar sindical y un dólar artificialmente bajo: en la explosión del rodrigazo.
Como en aquel entonces, hay una de las partes que también debería poner lo suyo para garantizar que los 180 días que se buscan como una tregua no sean solo un rearme antes de otra batalla por el ingreso: es el Estado, en todos sus niveles. Por un lado, debería asegurar un flanco estable en el delicado equilibrio externo. No se trata solo de no poder pagar (como lo subrayó esta semana en una entrevista ante el ex presidente Correa), sino de darle previsibilidad al mercado cambiario, vital para que no se disparen las expectativas inflacionarias. El otro es la de mantener bajo control el déficit fiscal, no por una cuestión principista de buscar el superávit a cualquier precio, sino de no recalentar la demanda más de lo que se prevé que lo hará con una expansión monetaria prevista para diciembre. Pero también tendrán que acordar con las empresas concesionarias la actualización de las tarifas públicas por debajo de la indexación de ley. Una pulseada que promete chispazos y amenazas de todo tipo.
Pero el otro costado que haría efímero cualquier acuerdo es el que les toca a las provincias. Ya estuvieron muy activas en su litigio para no ser ellas las financistas de la rebaja de impuestos a la canasta básica que impactó de lleno en sus fondos por coparticipación. También comprometidas con deudas en dólares que hoy resultan difíciles de afrontar, con poca capacidad para absorber la desocupación que va dejando, paulatina e inexorablemente, la caída en la actividad; es poco lo que pueden ofrecer. Y en todo caso, también querrán ponerse en la fila de solicitantes de ayuda inmediata que esperan conseguir del Tesoro nacional.
Y también miran con expectativa otros participantes inorgánicos, pero más relevantes que los que firmaron otros acuerdos sociales: trabajadores informales (casi 40% de la población económicamente activa), jubilados, beneficiarios de planes sociales y pequeños productos y monotributistas que no están representados por las grandes centrales empresariales. Pactar será así solo el primer paso para lograr el éxito. El realismo y el compromiso de las partes de honrar lo prometido les dará credibilidad y un tiempo más de vida.