Con música de Litto Nebbia, Sui Generis, Vox Dei, Spinetta y Los Abuelos pasaron las horas y pasó el almuerzo. Rico asado hicieron, extrañaba esto. Después escuchamos a Piazzolla. Volvé a poner Verano porteño, dijo uno desde la otra punta. El que tenía al lado le saltó en cruz: ponelo vos, gordo gusano, no te has movido de la silla desde que llegaste, macho. Aún no me explico cómo sucedió. Pero fue así: el diálogo se fue contaminando. Era evidente que había corrido demasiado alcohol por esa mesa de foráneos resentidos con su país. No es que a mí me pareciera que estaban resentidos. El tenor de la charla delataba lo que digo. Eran un puñado de hombres buscando un lugar en el mundo. Un sitio amable que, en lo posible, no fuera Argentina. Sería tedioso detallar todo lo que viví aquel día. Bastará con explicar que lo ocurrido casi no tiene diferencias con un policial protagonizado por De Niro, Bruce Willis o el propio Jean Reno.
Caía la tarde en Francia. El sol se desvanecía. Ahí estábamos: un manojo de exiliados en una tierra lejana y fría, con un idioma ajeno y una parva de libros y escritores que nunca habíamos leído. Eramos argentinos. Yo todavía lo soy, algunos ya no. Todo venía bien, pero durante la sobremesa la cosa empezó a desbordarse. Uno de los muchachos discutió de fútbol con otro. El ambiente se puso espeso. La dicotomía River-Boca no tardó en llegar. A eso le siguió otro tema y luego otro. Los tipos parecían una máquina trituradora de palabras. Sobrevinieron las pasiones políticas. Las intervenciones casi fascistas de un tal Javier, sentado a mi derecha, fueron deleznables. Algunos peronistas hicieron su aporte febril y estentóreo. Cometí el error de irrumpir con un comentario: puse de relieve la decencia de don Arturo Illia. El viejo fue un modelo de honestidad y patriotismo para todos, dije. Con la honestidad no se come, mi viejo, no seamos boludos, me contestó un grosero tiempo completo sentado en la otra punta. La discusión fue trepando a esas alturas donde la razón ya no sirve para pegar la vuelta y bajar. Uno de los muchachos, pasado en tragos, empuñó un cuchillo mientras decía algo acerca del General. ¡Viva Perón, carajo!, le respondió el grosero de la punta, siempre refugiado en la torpeza, su trinchera y lugar de batalla. Otro le salió a rebatir sobre no sé qué cosa de Evita y los nazis. Y no faltó el desubicado que trajo a colación a la inepta de Isabelita y la Triple A. El paroxismo se fue apoderando de la situación. Por el comedor me pareció ver pasar los fantasmas de José Rucci, López Rega y Juancito Duarte. ¿Qué hora es?, pregunté. Nadie respondió. Una película imaginaria se convirtió en una cinta ciega que daba vueltas en mi cabeza. Ahí estaban marchando hacia no sé dónde los JP paladar negro. Vi desfilar rumbo a la Plaza a los temibles cancerberos de la FAR. Pasaron los Montoneros vitoreando al General mientras Vandor los miraba desde un pasillo oscuro y sin fondo. Los nenes mansos del ERP asomaron sus caripelas inolvidables. Robertito Perdía llegaba de hacer tiro al pichón en Ezeiza. No faltó Lorenzo Miguel y las 62, Camporita, Galimberti y Abal Medina dispuesto a meter fierro a como dé lugar. Vaca Narvaja pasó apurado porque se le iba el vuelo de Trelew y el cura Mugica, sentado en la otra punta de la mesa, me regaló una mirada inequívoca que, entendí, estaba cargada de conmiseración. Me pregunté qué pensaría el Pocho Perón si viera ahora a sus muchachos. ¿Qué me cuenta, Coronel, qué tal la cría que nos dejó? Hijo de p..., Pocho, seguís siendo el Drácula de la historia argentina, todavía necesitás chupar sangre para sobrevivir. Creí que ya estábamos en condiciones de cantar cartón lleno, pero todavía no: la memoria me devolvió un revés inapelable: Marito Firmenich se sentó a mi lado y me regaló una sonrisa de esas que no sabés si son para avisarte que ya te tienen marcado o para demostrarte que les simpatizás. La ensalada era de no creerse. Me pregunté a qué hora llegaba el postre. Ya, enseguida, no faltaba mucho.
Ninguno de nosotros, comensales enchufados a una tertulia violenta y sorda, podíamos imaginar lo que vendría unos años más tarde: la vuelta de la democracia, la primavera, el corte de exportación de las manos de Perón, el asalto a La Tablada de Gorriarán Merlo, los levantamientos Carapintadas contra el viejo Alfonsín, la llegada de Carlitos Menem, el desguace nacional, la irrupción efímera de De la Rúa y su presurosa huida en helicóptero, los 22 muertos en Plaza de Mayo, el patético récord de cinco presidentes en menos de dos semanas, la asunción del Cabezón Duhalde como presidente a dos años de haber perdido las elecciones contra el Chupete, la matanza a sangre fría de Kosteki y Santillán, Néstor, su fortuna y su tropa de fundamentalistas que desembocaría en Cristina, la viuda codiciosa que dividió el país en dos fracciones irreconciliables. Aquella tardecita francesa tampoco pudimos anticipar el huracán que se avecinaba: las denuncias de corrupción contra el vicepresidente Boudou y las toneladas de guita verde que El y Ella sacaron del país gracias a los inestimables servicios de Lázaro Báez. Tampoco imaginábamos que una mañana despertaríamos con la noticia del balazo en la cabeza del fiscal Nisman que, extraña casualidad, había denunciado a la Presidenta. Faltaba tiempo para que todo eso sucediera en el pago criollo. El futuro es un látigo en la mano de Dios.
En medio del griterío, traté de entender algo de lo mucho que se decía. Unos parecían barrabravas de Boca opinando sobre el romanticismo alemán. Otros, enceguecidos en medio de una invectiva desaforada, aparentaban ser doctores de la Universidad de Oxford explicando los secretos de un buen asado. Tanta mezcla me confundió y empecé a indigestarme. Debo haberme puesto pálido porque uno de los muchachos, sentado a mi izquierda, me preguntó: qué te pasa, che, cagón. Supongo, ahora que lo pienso, que varios de ahí no eran más violentos porque paraban de noche para dormir un rato.
*Escritor y periodista. Fragmento del libro Argentinos por nada, editorial Wu Wei.