Tucumán no fue una casualidad. Todo lo que se viene conociendo acerca de lo sucedido en la elección del domingo último había sido prenunciado. Es más, algunas de las irregularidades que se denunciaron durante la semana que pasó se habían observado también en las Primarias Abiertas, Simultáneas, Obligatorias del 9 de agosto pasado. El conjunto de hechos representa una verdadera degradación del sufragio, que es la herramienta fundamental y fundacional de una democracia cabal. En este sentido, se han hecho realidad en la Argentina algunas máximas que, de aceptarse como tales y no ser erradicadas, significan lisa y llanamente la convalidación de prácticas que consagran el fraude electoral. Una de ellas concierne al hecho de que si un partido no puede lograr tener un fiscal por cada una de las mesas en las que se sufraga, no tiene el derecho luego a quejarse de que le roben boletas o de que adulteren las actas del escrutinio. Esto constituye no sólo un disparate conceptual sino también un delito. La autoridad real de una mesa de votación la representa su presidente y es esa persona la responsable final de cuidar la legalidad de todo lo que sucede alrededor de ese ámbito. Es el presidente de mesa el que debe velar para que todo esté en orden, es decir, que se vea asegurada la existencia de las boletas de cada uno de los partidos que participan de la elección, que quienes voten sean los ciudadanos que correspondan a la mesa en cuestión, que la urna sea adecuadamente resguardada, que el recuento sea correcto y que ese recuento se vea exactamente reflejado tanto en el acta como en el telegrama que se envía al centro de cómputos.
En Tucumán hubo muchos lugares en donde no fue eso lo que ocurrió el domingo pasado. Esas anomalías también se produjeron en las PASO. Con los fiscales de la oposición está sucediendo algo grave: en muchos casos son comprados por el oficialismo. Esto explica por qué, en algunos lugares, la oposición se encontró con que, de repente, a las siete de la tarde del domingo, cuando el engorroso proceso del escrutinio se iniciaba, en muchas mesas sus fiscales abandonaron sus puestos dejando todo a merced de los fiscales del oficialismo. Eso hizo que las sospechas sobre la existencia de infiltrados enviados desde el oficialismo que se ofrecieron para fiscalizar los comicios en nombre del Acuerdo del Bicentenario se transformaran en una triste realidad.
Sin límites. Las tropelías electorales sucedidas en la provincia que, paradojalmente, fue cuna de la independencia no terminaron ahí. Hubo más: quema de urnas, agresiones a gendarmes asignados a la custodia de la votación, reparto de bolsos conteniendo alimentos y otras dádivas a distintos grupos de ciudadanos, urnas llenas con boletas del candidato del Frente para la Victoria, conforman un largo etcétera que avergüenza. Todo ello llevó al fiscal general de Tucumán, Gustavo Gómez, que denunció e investiga la emisión de documentos por parte de algunos jueces de paz de varias localidades del interior de la provincia que fueron entregados a punteros políticos, a sostener que estaban dadas las condiciones para pedir la anulación del acto comicial.
La violenta represión de la policía provincial, ordenada por su jefe, comisario José Dante Bustamante, fue el colofón brutal de esta triste historia. Es poco creíble que Bustamante haya actuado de la manera que lo hizo sin haber consultado con sus superiores. Tampoco es creíble que ni el gobernador, José Alperovich, ni su ministro de Gobierno desconocieran estos episodios.
La policía de Tucumán no hace cosas como éstas sin la venia de las autoridades políticas. Sorprende además que, habiéndose hecho responsable de esos hechos de barbarie, Bustamante continúe aún hoy en sus funciones.
Ninguna de estas aberrantes irregularidades mereció algún comentario de parte de la Presidenta, quien, en sus únicas dos referencias a la elección, acusó a la oposición de no reconocer su derrota y de poner en riesgo el sistema democrático. La memoria nos trae el recuerdo del episodio ocurrido en marzo de 2003, dos meses antes de que el entonces gobernador de Santa Cruz, Néstor Kirchner, ganara las elecciones presidenciales. En Catamarca se debieron suspender los comicios provinciales, previstos para el 2 de ese mes, debido a los acontecimientos de violencia que incluyeron la quema de una buena cantidad de urnas. Todo se desencadenó a partir de la inhabilitación de la candidatura a gobernador de Luis Barrionuevo, hecho que llevó a sus seguidores a provocar violentos desmanes. El entonces senador y sindicalista afirmó por aquellos momentos que habían querido proscribirlo. Ante el bochorno que se produjo, el Senado convocó a una sesión especial durante la cual la por aquellos días senadora Cristina Fernández de Kirchner impulsó una moción para que el dirigente gastronómico fuera expulsado de la Cámara. Días después, cuando viajó a Catamarca en tren de campaña, fue recibida “a huevazos” por militantes que respondían a Barrionuevo. Se recuerda que algunos de los lanzamientos hicieron blanco en su pelo, a pesar de lo cual –y en demostración de un gran temple– finalizó su acto proselitista.
“La responsabilidad en los sucesos que culminaron en las elecciones tiene directa vinculación, en términos de autoría mediata y de responsabilidad política, con el senador Barrionuevo”, había dicho Cristina Fernández de Kirchner en el Senado, cuya preocupación por lo institucional fue motivo de encomio por aquellos días.
Por lo visto, nada de esa conducta ha pervivido en los dichos y en el pensamiento de la actual Presidenta ante esta degradación de la democracia a la que hemos asistido durante estos días. Kirchnerismo puro.