Había estado viajando casi un día entero desde Culiacán, México, hasta Buenos Aires, entre escalas, esperas y diferencia horaria. Llegué a Ezeiza, fui a mi casa y dos horas después me subí a un auto para ir a la Feria del Libro de Concordia: unos 500 kilómetros. Líos que armo con la agenda, solapo actividades o pongo márgenes tan ajustados que después me da vértigo.
En el auto escuchamos discos del Rusi, un fucking genio que tenemos de amigo. El sol brillaba sobre el monte a los costados de la ruta, sobre el río, sobre el puente del nombre más hermoso: Zárate-Brazo Largo. De chica, cuando iba a atravesarlo, me imaginaba el brazo de un coloso, de Nippur de Lagash o de los albañiles de mi pueblo: por encima de esos brazos podría caminar una nena flaca como era yo.
Empieza el verano y nada más pasar Ceibas, la frontera que separa Buenos Aires de Entre Ríos, ya se nota el calor, la humedad, el olor dulce de los espinillos. Por momentos cabeceaba, dormía minutos que al despertar parecían horas. El Rusi seguía haciendo sus canciones extrañas en la compactera ¡Qué rara que es la música! A esto lo grabó hace años, y sin embargo, es como si lo estuviera haciendo ahora. Siempre está tocando ahora desde el pasado; no mañana como en el cuento de Cortázar.
Pasamos ese cartel cerca de Concepción del Uruguay que siempre me llama la atención y que dice Escuela del Baño. ¿Por qué escuela del baño? ¿Sería el único lugar con baño en la zona? Puede ser en la época de las letrinas. ¿O allí obligarían a los gurises a bañarse antes de entrar a clase? Algún día voy a tomarme el trabajo de averiguarlo.
Pasamos Humaitá y Ubajay. Qué hermosas palabras, tan sonoras. Le cuento a Grillo, que maneja, lo de siempre: que en Ubajay mi mamá trabajó diez años de maestra, que viajaba a dedo todos los días. Ahora, en realidad, no se lo cuento: lo trae él de escucharlo tantas veces y, a la vuelta, cuando vengan Alejandra y Julián con nosotros, también se los contará a ellos.
Pasamos por la entrada del Palmar. Podemos venir mañana, dice Grillo. Creo que lo digo yo y él dice: es un gran plan. Pero después va a decir que la idea fue suya.
No voy al Palmar desde que era chica. Era una excursión frecuente con la escuela. No me acuerdo de nada, sólo de la fascinación que me provocaba estar ahí. Pero, ¿qué había? ¿Animales? ¿Qué hacíamos? Seguramente caminar, clasificar plantas, hacer un picnic. Aunque no lo recuerde es fácil imaginar las Criollitas dobladas, húmedas por el paté que las madres untaban a la mañana temprano. Claro, los niños no podíamos andar con abrelatas.
Alejandra y Julián se entusiasman con la idea y el domingo nos levantamos y salimos todos para allá. Entramos al predio. Las dimensiones son 12 kilómetros hasta el río Uruguay y unos 8 hacia los lados. Apenas entramos las palmeras Yatay nos reciben amuchadas, con sus troncos negros y sus hojas allá en lo alto, de un verde seco, con algunas hojas amarillentas. Ninguna tiene la copa (¿se llamará copa en el caso de las palmeras?) completamente verde. En algunas fosforece el ramillete de frutos anaranjados, como una pequeña llama que podría prenderlo todo fuego. Todavía suena en mis oídos la sirena de los Bomberos de mi pueblo en los veranos: tres toques: incendio en El Palmar.
Caminamos, sudamos, charlamos mientras caminamos, nos agitamos, nos da hambre, comemos, tomamos cerveza helada, paseamos, subimos cuestas, las bajamos, pasamos por la selva en galería, vemos ruinas, miramos el río. Unos hombres, allá abajo de la barranca, en la playita de arena y piedra, pescan.