A la dueña del circo romano le dijeron que ya no podía poner a bárbaros de tierras lejanas a matarse entre si para regocijo de la plebe. Tampoco convenía que expusiera públicamente el gabinete de monstruos con el que ella tanto se regocijaba entre afeite y peinado. Esas curiosidades, que a ella la entretenían tanto, estimulaban su escasísima curiosidad porque las criaturas le parecían casi humanas y ella quería compartir su perplejidad con todos y cualquiera. Pero no, aparentemente se había impuesto una nueva antropología, derivada de la doctrina de la secta del pez, que pretendía proteger la vida incondicionalmente y en todas sus formas. “¿Todas?”, preguntó aspirando aire desde su boca hasta sus exhuberantes caderas. Sí, todas, le contestaron. Le rogaron que cuidara un poco sus intervenciones públicas y que, de ser posible, pensara antes de hablar no tanto en cómo la veían los demás sino en el efecto de sus dichos. “Un animal extinto no puede aparecer vivo”, le subrayaron, y la justicia por mano propia no está bien vista en el territorio del Imperio. Hizo mohines que en su cara encerada parecieron muecas.
Algo tenía que dar a cambio de todo lo que había obtenido de los seguidores de sus espectáculos. Ella se había enriquecido gracias a una fidelidad incondicional por parte de la plebe, que aprobaba todos sus caprichos. A cambio, ella les prometía cosas: amor, dinero (que en verdad nunca les llegaba en las cantidades esperadas), fantasías de progreso. Pero si le prohibían los monstruos, los combates a muerte, la propagandización de las armas y le reclamaban que se sensibilizara a la vulnerabilidad de las mujeres, ¿qué le quedaba? ¿Leer tratados filosóficos en alta voz?
“Celebremos la vida”, le dijo a sus colaboradores, “con una carrera”. Carreras de galgos, imposible. Las instalaciones no están preparadas para eso, le dijeron. Y además, las matronas van a poner el grito de “explotación animal” en el cielo. Bueno, que sea de infantes, propuso. Si son como animalitos, e incluso más adorables. El ganador se llevará grandes premios. Bah, sus padres, porque los infantes no son ni sujetos jurídicos ni hablan. Eso sí, pidió la dueña del circo: no me dejen hablando a mí sola con articulaciones de pelotuda. Cuando aparezcan los bebés todos hablemos como los subnormales que creemos que son.
Por más que su carrera se acercara al ocaso, ella quería brillar hasta el último minuto.