Lo de Venezuela es escandaloso. Desde ya lo es el desgobierno autoritario de Maduro, su nauseabunda escalada de censura, represión, torturas y asesinatos. Pero es un escándalo equivalente la falta de condena al régimen venezolano por parte de jefes de Estado como Dilma Roussef y de Pepe Mujica, así como el incondicional apoyo del gobierno kirchnerista a la barbarie. Buena parte de América latina vive bajo la alucinación del progresismo, un ensueño ideológico que permite apoyar a los déspotas y tratar de fascistas a los demócratas. ¿Cómo explicar que la dictadura cubana, que oprime y amordaza a sus ciudadanos hace más de medio siglo, que hoy mismo exporta soldados bajo el paraguas de su trasnochado estalinismo, sea querida y reverenciada? ¿Cómo es posible que un Premio Nobel de la Paz proclame el mismo día su apoyo a las víctimas de Once y a los verdugos de Caracas?
Una mayoría de políticos de la región fue educada dentro del ensueño de la Revolución y en el hábito de considerar como aliados a los que fueron educados de la misma manera. Siguen enunciando su discurso en la vecindad del viejo comunismo aun cuando se llamen socialistas, peronistas o católicos. A veinticinco años de la caída del Muro, muchos intelectuales siguen usando la palabra “comunista” con respeto, sienten aversión y desprecio por las formas republicanas y sospechan de todo lo que no se denomina de izquierda. Estos días tuve una discusión en Twitter con Alcira Argumedo, a quien hubiese votado en las últimas elecciones de vivir en su distrito electoral. Le reproché a Argumedo la ambigüedad del comunicado de su partido sobre Venezuela; me contestó que había que tener cuidado para que no se repitiera lo de Honduras ni lo de Paraguay.
Increíble ceguera: la cesantía constitucional de dos presidentes de escasa vocación democrática es mucho menos grave que las muertes en las calles de Venezuela, que el abuso a la población por parte de Maduro y sus esbirros bajo la excusa de elecciones que fueron fraudulentas y del fantasma de un golpe de Estado setentista que ya no puede ser.
Pensaba en ese ensueño cuando cayó en mis manos un libro del inglés Tony Judt: Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses entre 1944 y 1956. Me sorprendió lo parecida que era la situación allí y entonces con la nuestra ahora. En la plenitud de las atrocidades soviéticas, el progresismo francés se negaba a reconocerlas y las terminaba por justificar y hasta por glorificar. El libro muestra que ese apoyo incondicional a los juicios payasescos y los asesinatos en masa se extendía muy por fuera de las filas del PC francés y tenía como estandartes no solo a Sartre y sus marxistas de Les Temps Modernes sino a Emmanuel Mounier y sus católicos de la revista Esprit, comprometidos en la ceguera voluntarista y en la condonación del terrorismo de Estado. “Un anticomunista es un cerdo”, proclamaba Sartre, cerrando toda discusión con los intelectuales que no se definieran como anti anticomunistas. Dice Judt que católicos como François Mauriac, centristas como Jean Paulhan o liberales como Raymond Aron, tres ejemplos de lucidez sobre la atrocidad estalinista, eran lisa y llanamente ignorados. Salvando las distancias, nos pasa lo mismo a los que no creemos en los puentes con Horacio Gónzález: no existimos.