Cuando tenía 13 años, en la clase de Biología nos mostraron un video sobre el aborto. No sé qué pensaba yo en ese momento sobre el tema, pero supongo que pensaba mal pues coincidió con mi etapa de fervor católico. El verano anterior habían venido misioneros al pueblo. Un grupo se había instalado en la escuela del barrio. La mayoría eran jóvenes seminaristas, tocaban la guitarra, usaban jeans, algunos tenían el pelo largo. Nada que ver con el inquisidor que comandaba las almas en el pueblo. Así que muchos adolescentes volvimos a la iglesia, adonde no pisábamos desde la primera (y última) comunión. De ese verano, una amiga y yo quedamos con la promesa de escribirnos con uno de los seminaristas, y lo hicimos periódicamente un par de años, hasta que él se recibió de cura. Mi etapa de fervor católico coincide o, mejor dicho, responde a esa época epistolar. Creo que hasta se me había ocurrido ser monja. Me daba mucha rabia cada vez que llegaba el cartero y mi hermano se burlaba de mí: “Te llegó carta, Camila”. Aunque, seguramente, en el fondo yo solo quería de mi curita en ciernes lo mismo que Camila de su Ladislao.
Esa película del aborto fue muy famosa, se llamaba El grito silencioso y mostraba cómo reaccionaba un feto a punto de ser abortado, cómo se defendía, intentaba escurrirse, esconderse en las paredes del útero para que no pudieran arrancarlo de allí. Las chicas salimos impresionadas. No sé qué pensábamos del aborto entonces, pero sí qué pensamos a partir de ese momento. Abortar era lo peor que podías hacer en tu vida. Unos años después, cuando ya teníamos 15 o 16, empezaron a circular en el patio del colegio los primeros rumores de aborto entre nuestras compañeras. Parece que tal estaba embarazada y se fue a abortar. Mirábamos a la maldita de soslayo, con altanería y lástima. Con altanería de clase, podríamos decir: las chicas pobres no podíamos abortar, de quedar embarazadas deberíamos cargar con nuestra panza pero con la conciencia tranquila. Las ricas sí podían y eran ellas, las chicas bien del pueblo, las que abortaban: viajaban 30 o 50 kilómetros, a otra ciudad donde había médicos que hacían esas cosas.
Mi etapa oscurantista y pro Bebito duró todo el secundario. Qué triste ser tan joven y tan estúpida. El 8M marché con mi pañuelo verde, regalo de un amigo varón y feminista, con unas amigas, en la columna de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. Al lado nuestro había montones de pibitas adolescentes con sus pañuelos al cuello, en las muñecas, con consignas a favor de la despenalización escritas en las remeras, en las panzas con piercing en el ombligo, en las tetas. Nosotras, que tenemos más de 40, al lado de ellas, que podrían haber sido nuestras hijas, pero que allí, en esa marcha, eran nuestras hermanas.
Aborto legal en el hospital era uno de los cantos que sonaba como un mantra. En el hospital, claro. Pero también tan legal, tan accesible y tan libre como para que podamos abortar en casa, con misoprostol, acompañadas de otras mujeres, de nuestra pareja o solas, si así lo elegimos. Esa es la consigna de otras mujeres a las que quiero mucho y que son las Socorristas en Red. Hace unos años, otra amiga, Dahiana Belfiori, publicó un libro que se llama Código Rosa, donde recoge y reescribe una decena de testimonios de mujeres abortando en sus casas.
Escribo esto el martes (aunque ustedes lo estén leyendo el domingo). Hoy comienza en el Congreso el debate por la legalización del aborto. Que flameen los pañuelos verdes hasta que se apruebe la ley.