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Para mañana

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Según parece declina la importancia del factor sorpresa a la hora del ataque en la guerra. Antes era de rigor: mantener en estricto secreto el plan y la intención de la ofensiva permitía que al adversario se lo tomara desprevenido, y esa astucia del comienzo decidía no pocas cosas. Pensemos, sin ir más lejos, en la guerra de Malvinas, allá en abril del ’82: tan impensado fue el desembarco argentino para el enemigo, que ni siquiera se encontraba en el lugar cuando ocurrió (al acudir por fin, semanas después, supimos que lo impensado abarcaba también al mando argentino).

El sabio consejo de Sun Tzu, que destacaba a la discreción como la mayor de las virtudes guerreras, era muy tomado en cuenta. Pero no es ésa, sin embargo, según se ve, la manera en que Estados Unidos ataca. Pues no ataca por sorpresa, sino por antisorpresa. Bush padre, Bush hijo, ahora el Premio Nobel de la Paz Obama, anuncian con antelación sus ataques, anuncian incluso que lo están pensando, detallan sus elucubraciones personales, las comparten con el mundo, fijan fecha y fijan hora, como se hace con los casamientos o con los bautismos o con las inauguraciones (pero también, si uno se fija, como se hace con las ejecuciones, como se hace con los condenados a muerte, porque tal vez de eso se trata y no de otra cosa).

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La intención no es entonces sorprender al enemigo, sino más bien amedrentarlo. Y a mayor antelación, tanto mayor será el efecto. Porque es en la tortuosa duración de la espera, es en la espantosa suspensión del anuncio, en esa insoportable extensión de una inminencia, que se logra cabalmente la intimidación del adversario: concretamente, su terror. Que no es nunca el terror de los terribles tiranos, de sus sicarios o de sus aliados, sino de quienes serán, entre la población, víctimas inexorables de los daños frontales y colaterales, del fuego amigo y enemigo, del zafarrancho de sangre y fuego que las fuerzas de la libertad les depararán sin misericordia alguna.

Es famosa la circunstancia referida por Roberto Arlt: la de un padre que, puesto a castigar a su hijo, declina la opción de la paliza inmediata, y en cambio se la promete tan luego para el día siguiente. Con lo cual el castigo era doble: la tunda en sí, llegado el momento, pero antes la sádica dilación, la crueldad del diferimiento. Ya es fulero que algún padre le haga esas cosas a un hijo. Ni qué hablar de un imperio que le hace lo mismo al mundo.