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Para repensarnos

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Los invito, lectores, lectoras, a cerrar los ojos un momento y hacer un viaje imaginario a su infancia. ¿Cómo era ser nene o nena a los 5, 6, 8 o 10 años? ¿Con quiénes se relacionaban? ¿Quién los cuidaba, quién cocinaba? ¿Quién los retaba? ¿Quién ayudaba con los problemas? ¿Jugabas a fútbol, con autitos y bloques de construcción? ¿Jugabas a las muñecas, a hacer coreografías o a la maestra?

Con mayor o menor rigidez de acuerdo a tu familia y entorno, si sos varón se ha esperado de vos que fueras fuerte, que no lloraras, que no fueras “maricón”, que resolvieras tus problemas por vos mismo. Que fueras valiente. Atrevido.

Si sos mujer se ha esperado que pidieras ayuda cuando tuvieras un problema, que expresaras tus emociones, que priorizaras los vínculos y que tuvieras instinto para el cuidado de otros. Que fueras prolija. Que fueras buenita y tranquila.

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Todas las sociedades definen papeles esperables para cada género, actitudes, comportamientos y hasta emociones aceptables para unos y otras. Es un “molde” impuesto mediante la socialización, en el que se da forma al modo en que sentimos, deseamos y nos relacionamos entre los géneros. Hasta hace poco tiempo, se veía como algo “natural”. Pero hoy sabemos que se ha convertido la diferencia sexual anatómica en desigualdad. Que se ha construido un desbalance de poder, un mundo desigual e injusto, que inflige sufrimiento a quienes no cumplen con lo esperado.

Aun con variaciones, desde hace unos 6 mil años se estableció que el varón (o ciertos varones: heterosexuales, blancos, jóvenes, propietarios, capaces) es el parámetro de la sociedad. Las leyes, las instituciones, las ciencias han sido delineadas tomando al varón como su modelo y, por lo tanto, a la mujer como “lo alternativo”. Esta es una concepción binaria, esencialista, con dos polos jerarquizados, que son mutuamente excluyentes: es decir que para ser varón, hay que ser no mujer. Porque lo femenino está del lado más degradado de la jerarquía.

¿Recuerdan haber sido corregidos/as en la infancia o adolescencia por haber tenido comportamientos no acordes con las expectativas para el propio género?

“Sentate como una nena”.
“Los varones no lloran”.
“No juegues así, no seas machona”.
“¿Con cuántas te acostaste? Vos sí que sos un campeón”.
“¿Así vestida vas a salir? Parecés una prostituta”.

Aunque este guión para cada género ha ido modificándose y ampliándose con el devenir de la historia, tanto en la vida cotidiana como en las leyes sigue reproduciendo un modelo patriarcal, que en líneas generales crea un mundo de poder cada vez más concentrado e injusto, de apropiación de los cuerpos y del producto del trabajo no remunerado de cuidados y crianza.

¿Y dónde queda espacio para la pluralidad de modos de vivir la sexualidad y el género? Las personas que no responden a ese modelo binario, naturalista, rígido, son discriminadas, rechazadas, estigmatizadas (¡recordemos que una persona trans en Argentina tiene una expectativa de vida promedio de 35 años!).

La desigualdad, entonces, genera injusticia y se expresa con violencias especialmente crueles contra niñas, niños y mujeres, así como contra las identidades transfemeninas. Los datos son contundentes: un femicidio cada 34 horas en 2018.

Por eso, los invito a reflexionar sobre la propia crianza, a desnaturalizar y revisar prejuicios y preconceptos, para que seamos conscientes de los efectos que tienen nuestros modos de vincularnos y seamos protagonistas del mundo que construimos a cada paso, en cada diálogo y hasta en los grupos de chat. ¿Cuál es el modo en que podemos incidir, cada uno desde su lugar, para que este sea un mundo más amplio, más plural, más justo, más amoroso, más humanizado?

(*) Lic Gabriela Guebel. Coordinadora General RED Vivir sin Violencia - Fateryh - SUTERH, codirectora de EDUPAS.