COLUMNISTAS

Paracaidistas húngaros

Hace exactamente cuatro años, Néstor Kirchner recibió a cuatro periodistas. Al comenzar la entrevista, uno de ellos preguntó: “¿Por qué plantea la elección en términos dramáticos, como un plebiscito?”. La respuesta del entonces presidente fue la proverbial que el elenco gobernante usa a destajo desde 2003.

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“Algunos hablan ahora como si fueran paracaidistas húngaros, con todo el respeto por los húngaros.”

Néstor Kirchner

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Hace exactamente cuatro años, Néstor Kirchner recibió a cuatro periodistas. Al comenzar la entrevista, uno de ellos preguntó: “¿Por qué plantea la elección en términos dramáticos, como un plebiscito?”. La respuesta del entonces presidente fue la proverbial que el elenco gobernante usa a destajo desde 2003: “Porque hay que terminar con la hipocresía. En esta Argentina en la que vivimos de todo, ¿se imaginan un presidente derrotado?”.

Se votaba por primera vez en todo el país desde las elecciones de 2003 y el reportaje coincidía con el segundo aniversario de ese gobierno. Kirchner volvió por más en ese diálogo: “La Argentina no puede tener un presidente débil. Será distinto cuando el país esté normalizado”.

Aquel reportaje de hace cuatro años se lo hacían cuatro redactores del diario de mayor venta en la Argentina, Clarín. Se publicó el domingo 22 de mayo de 2005, firmado por Eduardo van der Kooy, Daniel Fernández Canedo, Eduardo Aulicino y Fernando González, y editado bajo el título “Néstor Kirchner: la Argentina tiene que reconstruirse y ser un país en serio”.

Eran otras épocas. Hace 96 meses, para el Gobierno, Clarín no “mentía” y el poder oficial no vivía en perenne indignación ante dichos y escritos de ese grupo mediático. Por si no había sido elocuente, Kirchner añadió ese día: “Es muy difícil avanzar en la consolidación de un proceso de cambio y de gobernabilidad con un presidente debilitado”.

Kirchner no ha cambiado nada, hay que reconocérselo. Su idea fija es lo que él llama “gobernabilidad”, concepto tibiamente politológico que para el santacruceño equivale a suma del poder público. Tampoco esto es misterio, ni novedad reciente. Su primer secretario general de Presidencia a partir del desembarco en la Casa Rosada fue Carlos Kunkel. No bien le dieron una oficina, Kunkel hizo colgar a sus espaldas un enorme retrato. ¿Perón? No. ¿Evita? No. ¿San Martín? Tampoco. Quien presidía las jornadas de Kunkel en aquella Casa Rosada de comienzos de siglo era Juan Manuel de Rosas, quien sólo tomó las riendas de la Confederación Argentina cuando se le garantizó la suma del poder público, nada menos.

El tiempo de gobierno efectivo de los Kirchner en funciones triplica el transcurrido cuando él dio esa entrevista. “Será distinto cuando el país esté normalizado”, prometía.

No decía la verdad. Nadie puede alegar que la Argentina de mayo de 2009 es exactamente igual que aquella de mayo de 2005, cuando él comenzaba a saturar con sus demandas dramáticas de “gobernabilidad”. Ni siquiera el más tonto de los oficialistas puede aceptar este argumento, que equivaldría a confesar la esterilidad de lo sucedido entre 2003 y 2009. Si Kirchner murmuraba en 2005 que las cosas cambiarían cuando la Argentina estuviese “normalizada”, que ahora retorne con el estribillo de la conjura destituyente y el peligro de la ingobernabilidad implica admitir que, cuatro años después de esa promesa, la Argentina sigue siendo crónicamente anormal.

No es un problema de ciclos ni tiempos históricos. En 1973, como en 2003, el justicialismo llega al poder esgrimiendo la noción de excepcionalidad. Siempre habrá, en esta tesitura, argumentos para acreditar que sólo puede gobernarse con recursos de emergencia, antes, ahora y después.

Las explicaciones reiteran un razonamiento: sólo cuando lo anormal haya pasado, podremos disfrutar de la normalidad. En términos electorales, la traducción es que una mayoría peronista sólo podrá aceptar una derrota en elecciones parciales de renovación legislativa, o incluso en las presidenciales, cuando la Argentina haya ingresado en una adultez que hoy no existe. Por eso, en 2005 como en 2009, Kirchner exige que lo voten y ubica esa consigna como las antípodas del diluvio universal. Más adelante, veremos, se sobreentiende.

Si, por una parte, la admiración y la nostalgia por la “suma del poder público” describen el código genético del oficialismo, por la otra se comprueba que ellos sólo aceptarán las formas democráticas cuando la “emergencia” fenezca, o sea nunca.

En términos de posicionamiento, el planteo de K y sus seguidores no es una planta exótica en la intemperie del siglo XXI. En verdad, ese debate estalló a comienzos del siglo XX, cuando bolcheviques y socialdemócratas se enfrentaron abiertamente en torno de la ética del cambio social. Los comunistas prometieron democracia socialista y respeto a diversos puntos de vista hasta que se instalaron en el poder. Y no fue pura culpa de la “perversión” stalinista que la URSS se convirtiera a fines de los años veinte en gigantesco Estado carcelario. Stalin tenía siempre razones para decir: “Ahora no, cuando nos hayamos normalizado”. El bloqueo imperialista primero, las hambrunas después, la invasión alemana enseguida y la Guerra Fría con los EE.UU. finalmente fueron argumentos funcionales para justificar la falta de libertades y la necesidad de plebiscitarse en cada caso, como si una política de vida o muerte fuese la única posible.

Guillermo O’Donnell caracteriza como “criminal maniqueísmo” lo que la Argentina vivió entre comienzos de los años sesenta y fines de los sangrientos setenta: “Todo el bien está de un lado y todo el mal del otro”.

Ese es el Kirchner de siempre, con su ideología todoterreno que ahora exhibe sus verdaderos y tremebundos contornos. “Esta visión maniquea (…) está reapareciendo de manera que puede llegar a producir daños terribles a este país”, razona O’Donnell.

Puede parecer hasta extravagante emparentar al Rosas de 1835 con el Stalin de 1932 y el Kirchner de 2009, pero no hay que asustarse de ciertos paralelismos cuando se despliegan razones con prudencia.

Son ciclos históricos en los que el panorama es dominado por relatos políticos desesperados y grandilocuentes, fabulosas construcciones épicas durante las cuales hay elecciones que son “la madre de todas las batallas”, debates que son “batallas”, sedes de la política convertidas en “búnkers” o “cuarteles centrales”, simpatizantes devenidos en “tropa”, dirigentes en “coroneles”, un líder político hecho “general”, partidos transformados en “espacios” y militancia en “armado”.

Fregada está la Argentina si este curso militarizado continúa. Melancólica paradoja sería que, con unas Fuerzas Armadas imperceptibles, la sociedad se cuadrara ante la nueva histeria disciplinadora, como si este país no pudiera vivir sin que nos griten, nos amenacen, nos manden y nos reten.


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