Y si seguimos la línea en zigzag de lo que se da en llamar “la grieta”, la que nos separa de los supuestos culpables que nos impiden alcanzar nuestros destinos, y resulta que nace en el fondo de nosotros mismos, después de recorrernos enteros, de partirnos en pedazos, de fragmentar el corazón, el cerebro, el hígado y los genitales? Acumulada, hay días en que sale desde ese pozo ciego como un vómito empapado en hiel.
La tenemos adentro. Basta un mínimo gesto, que abran la boca Brancatelli o Aníbal Fernández, una sonrisa de Boudou, que se publique la declaración jurada de bienes de los Kirchner, que hablen Agustín Rossi, Diana Conti, Kunkel, Recalde, cualquiera, que aparezca Scioli, el menemista, duhaldista, kirchnerista Scioli, el que ocultó los muertos por las inundaciones, hablando de “compromiso” y de “lo que se hizo en la provincia”, para que salte la térmica.
A su vez, al otro lado de la realidad, “el relato” devuelve de igual o peor modo desde las bocas del aparato de difusión que el poder dispone. “Escracha” periodistas o políticos de la oposición en los programas de la Televisión Pública, reescribe una gesta heroica y cuenta lo que nunca sucedió, manipula los datos un tal Roberto Navarro en C5N, el canal de Cristóbal López, o corta y confecciona, desde sus diarios, revistas y medios, la sastrería a medida Szpolski & Garfunkel.
Alcanza con un nombre, una palabra, para que la bilis se derrame y descomponga en el intestino de la sociedad y ya no se reconozcan amigos ni parientes. La resaca del odio huele mal en los foros de la red. Salpica en mayúsculas. Se trata de gritar, de alzar el texto, la voz, para que no se escuche nada más, de denigrar, de rebajar a golpes de insulto, de ganar por abandono, por muerte virtual.
¿Pero dónde, cuándo fue que esta “grieta” se comenzó a abrir y a separarnos de los valores propios y de los ideales, de lo que soñamos ser como personas? A la mayoría se les reveló con asombro en esta última década. No se sabían tan fanáticos, tan capaces de disfrutar cuando se beben la espuma de su propia rabia. Otros la llevan expuesta como una cicatriz, cosida con unos hilitos de promesas incumplidas durante años, que se reabre a la primera de cambio. En cuanto les hablan de Aerolíneas o de la YPF “recuperada”, recuerdan cómo Néstor y Cristina apoyaron a Menem y a las privatizaciones. Sangran por esas y otras tantas heridas.
Si se la palpa, a la grieta, si se logra tocarla, verla con imágenes de lo que fuimos, si se le pasa la yema de los dedos por las luchas, los trabajos, las emociones vividas y los esfuerzos compartidos, tal vez se encuentren indicios, huellas que lleven al origen. Ahí, en la memoria, esa región incierta que según los neurólogos se ilumina o se oscurece en algunos sitios indeterminados del cerebro, hay una falla, un agujero, por donde se filtra el pasado.
Un pasado pesado, sobrecargado de mentiras ocultas o negadas, de muertos de hambre, de abandono, por pensar, por reclamar una vida digna en aquel país receptor, “crisol de razas” que tenía “todos los climas”, seguro, contenedor, justo y solidario, del que hablaban los maestros en la escuela primaria. Ese país de fantasía que se abandona en la secundaria y en el que nadie logra nunca graduarse de ciudadano completo.
El agujero se rellena en cada nueva elección con cemento de discursos leves para que sequen pronto y tapen, aguanten, tanto como para poder echarle la culpa al albañil anterior. Pero no hay pared, no hay memoria, no hay historia, no hay sociedad, no hay persona que soporte el tamaño de tanta mentira. Sin verdad, sin justicia, la grieta se reabre violentamente una y otra vez, y otra, y otra. Porque se descubre la cantidad de pobres, porque muere otro pibe desnutrido, se descarga el granizo electoral o sólo porque abren la boca Aníbal Fernández o Brancatelli.
*Periodista.