En estos tiempos que corren, poblados de hipsters y de barbas tupidas y largas (que están decreciendo un poco, eso hay que decirlo), conviene recordar épocas lejanas y gloriosas, cuando por decreto del zar Pedro el Grande se prohibieron las barbas en Rusia. El soberano ruso, después de un largo viaje (en el siglo XVII todos los viajes eran largos) por Europa, volvió a su país con muchas ideas. Entre éstas ocupaba buen espacio la de obligar a que los hombres anduvieran con las caras pulcramente rasuradas. De hecho, cuando a su vuelta se reunió con los dignatarios de la corte, extrajo una enorme navaja del bolsillo y personalmente se ocupó de afeitar a todos los presentes. Era difícil negarse: él era el rey y, entre los reyes, uno bastante quisquilloso.
El uso (o el no uso, para ser más exactos) se impuso por ley a todos los súbditos del zar (incluidos los campesinos y los religiosos). Y la cosa no le gustó a nadie: la policía del zar estaba obligada a vigilar que todos cumplieran la orden, y si alguien osaba desobedecer, irrumpía en la casa del rebelde y, emulando a su zar, le cortaba la barba de prepo.
Los años pasaron y el descontento crecía (parece un cuento de hadas, la retórica es la misma, pero no, lo que estoy contando es cierto). El zar mismo se interrogó muchas veces sobre la utilidad de tal disposición. La había adoptado para imitar a los europeos, pero su imperio estaba hecho de otra pasta. Meditó mucho acerca de qué convenía hacer, y luego decidió ser menos duro y quisquilloso. Las barbas estaban prohibidas, eso era indudable (Lenin nacería recién en 1870; los hechos que narramos datan de 1698, por lo tanto nadie había oído hablar aún del “un paso adelante, dos pasos atrás”: retroceder era impensable), pero quien quisiese tenerla podría pagar un impuesto u obtener el permiso. El pobre debía hacer entrega de un par de copecas; los ricos, en cambio, la belleza de cien rublos. Poco a poco las barbas volvieron a crecer. Y las arcas de la Gran Madre Rusia volvieron a lanzar destellos dorados.
Al retorno de aquel viaje a Europa, Pedro el Grande impuso otras costumbres bastante insignificantes: permitió que las mujeres dejaran de cubrirse el rostro y que hicieran vida social; obligó a los nobles la lectura de un libro que enseñaba las normas elementales de educación, entre ellas, no utilizar la punta del cuchillo para limpiarse los dientes ni el dedo índice para hacer lo mismo con la nariz; a imitación de los europeos favoreció la instrucción pública y creó los primeros institutos superiores, como la Escuela Politécnica y la Academia de Ciencias de San Petersburgo; estimuló la impresión de textos y en 1703 apareció el primer diario ruso (su título sigue siendo precioso: Noticias de acontecimientos militares y otros sucesos dignos de recordar). Todas tonterías olvidables comparadas con la disposición que involucraba a las barbas, cuya imposición, a mi modesto entender, en un país como la Argentina, daría a sus habitantes un aspecto más aseado, más civilizado y menos hipster.