Por lo que leí alguna vez, en una gruta de México se encuentra el ejemplo más cabal de que el animal humano es el más temido del planeta. Oculto entre las grietas repta allí un animalito híbrido, medio insecto, medio iguana, que trata de evitar el afuera terrestre. No se ahueca porque sí, ni teme a un golpe de luz. Lo hace porque posee un secreto terrible: sabe que allí habita y mata el más violento de los seres. Tanto le teme, que a su sola vista, muere en el acto.
Desde que lo supe, este caso pasó a mi memoria como la más grave noticia sobre los 8 mil millones de la Gran Tribu Loca, yo incluido. ¿Que con solo penetrar yo a ese sitio y con apenas verme el animalito pegue un respingo mortal? Sí: es muy fuerte enterarse. Y por eso la información, como el símbolo que desprende, cada tanto me hace ruido.
El informe de los espeleólogos no agregaba mucho. Sólo la sorpresa ante esa muerte súbita provocada por la presencia del hombre. Al probar en otros socavones la escena no varió. Era verlos ingresar y retorcerse hasta caer fulminados sobre el suelo de piedra. En la ocasión, la curiosidad mostrada por los científicos fue relativa. A mí, en cambio, me instaló una punzante perplejidad que cada tanto me reclama alguna información. No la obtuve. Recorrí cables buscando pormenores, pero nada. Ni siquiera la todolosabe Tía Google se ocupó de este enigma. Y así sigue.
La imagen de aquel suicidio colectivo me rebotó esta semana al peinar las últimas noticias del mundo. Y confieso que de no ser un homínido sino un bicho pariente (digamos una cebra, un cisne, un salmón) ante el primer humano que se me cruzara optaría por inmolarme. ¿Por qué? La respuesta está en las noticias de cada día. Y en su relación con dos preguntas que me devuelven a la cueva: ¿Qué móvil los empuja a interrumpir su vida y refugiarse en la muerte? ¿Qué sabe ese minúsculo animal que no queremos saber de nosotros? Hay que rastrear la respuesta en nuestra milenaria performance en el planeta y en la tendencia a comportarnos como el animal más loco y letal. Ese que recorre la Tierra y conocemos como “humano”. Esto es, usted, yo. Nosotros. Y ¡ay! cuando aparecemos ante quien descubre la vocación última que portamos. O huye o se esconde o muere en el acto.
Le pasa al animalito de la cueva. Le está pasando a cientos de millares de desplazados que cruzan el mapamundi esperando salvarse. En el intento, los primeros en morir son los más frágiles. En una patera cerca de El Pireo, en una playa turca, en una villa del Impenetrable y en miles de sitios mundiales más. También le está pasando a la propia Tierra: sus más eficaces depredadores la están asfixiando. La fotosíntesis peligra. Sólo quedan 470 árboles por habitante mientras al inicio del siglo se calculaba eran 1.200. Si bien multiplicar 470 por el número de terrícolas arroja una cifra sideral, los expertos siguen dando un aviso que se escucha a medias. Para Naomi Klein, el diagnóstico no tiene vuelta de hoja: con el neoliberalismo decidiendo el rumbo no hay modo de resolver el calentamiento climático. Hay datos más que crudos sobre la depredación ambiental: el agujero de ozono no se achica: mide más de 30 millones de kms2 ¡La superficie de 10 Argentinas!
Queda claro que en gran parte de nuestra especie (y el animalito de la cueva lo sabe) anida un gen con el dedo en el gatillo. Por década gastamos 1,2 billones de dólares en artículos exclusivos para matarnos los unos a los otros. En 2014 los arsenales de EE.UU, Rusia y China crecieron entre 10 y 12 por ciento. Alemania acaba de alistar 400 tanques último modelo para ir situándolos en semicírculo en los países de la OTAN que limitan con Rusia. En su último desfile, China presentó su cohete llamado por algo (y para alguien) “Revienta portaviones” (sic). El tirano sirio utilizó armas químicas contra su pueblo. Los yidahistas (entre los que hay jóvenes de origen europeo) degüellan de modo serial, crucifican niños y entierran vivos a sus padres. Cientos de miles de africanos y asiáticos se precipitan en una Europa paralizada por su egoísmo y los crímenes que provocó en otros continentes. El Coreano del Norte dispuso se lustren con paño rojo las cabezas de los cohetes de su palomar atómico. Japón abandonó el pacifismo que mantenía tras la derrota de 1945 y de sopetón informó que sus fuerzas armadas cumplirán en más un papel más efectivo en mares próximos. China ya alzó las cejas. Y no prosigo, pues la sólo enumeración del arrebato militar (como la corrupción) mata. Y siendo así, ¿cómo no comprender al animalito que se suicida de terror con vernos?
Sí, claro que también inventamos la esperanza. Y que ella está para que el futuro no se caiga. Por eso saldré de la cueva y de mi fauna íntima traeré un dato que nos socorra. Bastará celebrar que aún podamos copiar la ética de la perca y no desfallecer por el fallido modelo que arrastramos. Nos queda la perca. Un pez al que debería tratárselo con el respeto que se ha ganado la ballena. Y más aún. Ya lo alcanzará. Sólo falta que algún sociólogo desarrolle su ejemplo en una tesis que renueve nuestra esperanza en una ideología superadora. Es el modus operandi de esta especie lo que me llevó a suponer la relación. Sucede que ante un peligro sumo su épica de sobrevivencia es ejemplar. Cuando un cardúmen de percas de miles de individuos se desliza por el mar lo hace en armónico desorden. Pero ni bien aparece un predador, esas múltiples hileras se aúnan y forman una bola gigante. Siguiendo un guión misterioso, los ejemplares más pequeños son cubiertos por los que los siguen en tamaño y así, hasta alcanzar los mayores a recubrir la entera superficie de la bola. El predador se hará un festín, pero sólo con los ejemplares grandes y viejos. Resguardados por las generaciones anteriores los jóvenes alevines quedarán a salvo. Y un mandato natural los impulsará más adelante, a sacrificarse enteros para que la civilización perca prevalezca.
¿Y si cambiamos de civilización?