Está finalizando en Brasil uno de los mundiales más lindos que recordemos. Pudimos ver un buen abanico de modos de entender el fútbol, con múltiples planteos tácticos. En el hermoso arte horizontal de ser argentinos, todos hemos opinado, y quienes expresamos en las redes sociales una mirada crítica sobre los primeros partidos de la Selección hemos acogido el reproche ante semejante afrenta institucional.
Un primer ejemplo. Mi amigo Mario, por decir que frente a Irán se careció de un juego adecuado, recibió el diploma de “Traidor a la Patria”. Así, a secas, como usted lo lee. Casi un planteo de una facción ideológica-extremista iraní.
Segundo ejemplo. Al revelar mi descontento con el desempeño de Federico Fernández –a quien le solicitaba que trajera Garotos–, un conocido me increpó: “¡No te quiero ver festejando si ganamos! ¡Al equipo hay que apoyarlo!”.
Aquí se unen dos asuntos llamativos. El primero: criticar excluye de toda expresión positiva posterior a quien critica porque el que critica desea la derrota (silogismo erróneo si los hay). ¿Acaso en la vida cotidiana no criticamos a los que amamos?
El segundo asunto podría enunciarse así: criticar es no declarar la conformidad con el todo. Sí. La conformidad debe ser con el todo, sin desaprobar ninguna parte (aun cuando Federico Fernández en el medio de la cancha, sin marca, revienta una pelota mandándola al lateral a la misma altura del campo en la que él se encuentra, algo estéticamente inadjetivable, bien distinto a lo que vimos contra Holanda).
Como en ciertos modos de hacer política, la lealtad apasionada del hincha para “defender los colores” debe ser absoluta, “cueste lo que cueste” (los paralelismos con un campo de batalla, tamizados con la cultura del aguante, no se hacen esperar). Así, la expresión “al equipo hay que apoyarlo” termina en una censura, tornándose una oda irreflexiva contra el que piensa diferente.
El fútbol, como ha señalado Eduardo Archetti, se constituyó como un elemento de nuestra identidad cultural romántica. Tal vez por eso la crítica suele generar una desproporcionada exaltación nacionalista al punto de considerar traidores “vendepatrias” a quienes no apoyan incondicionalmente lo que se hace (un revival edulcorado del añejo “patria o muerte”). Así, quien critica cierto modo de jugar al fútbol parece quebrantar una fidelidad patriótica que debía ser resguardada (como si en vez de jurar a la bandera, de chicos, hubiéramos jurado por la Selección). En este escenario, tres cuestiones promueven la polarización.
Por un lado, el uso político explícito que, por ejemplo, asimila a la Patria con Messi.
En segundo lugar, la publicidad televisiva que sostiene que el Mundial lo ganamos entre todos porque “todos somos lo mismo”, como reza el monismo popular de Cablevisión que también nos recuerda que Dios –bueno, el Papa– es argentino (a ver, si todos somos lo mismo y Dios es argentino como nosotros, ya entendí, todos somos Dios).
Por último, el periodismo deportivo. Antes del partido contra Holanda, un reportero le pidió una reflexión a Sabella sobre el hecho de jugar el día de la Independencia nacional. Astutamente, el DT invalidó ese ilegítimo paralelismo. Así, se incentivan irresponsablemente significaciones que ahondan una mirada épica, guerrera y tribal que incita a dejar la vida (esos mismos reporteros luego se quejan cuando la violencia se hace acto).
Me gustaría creer –y a mi amigo Mario también (¡ojo, que ya somos dos!)– que el fútbol sólo se trata de un juego apasionante en el que no se disputa el valor de lo nacional de cada sujeto: Messi puede no cantar el himno sin devenir tragedia.
Quizás, como muestra de una mayor adultez social, sería bueno empezar a retirar de la mesa futbolera símbolos tan delicados –y manoseados– como patria, traición y lealtad nacional. Así, podremos hablar simplemente de fútbol… y pensar distinto.
* Filósofo y doctor en Ciencias Sociales.
@NicoJoseIsola