La noble compañía de los que no hablan parece compensar el mundanal ruido. A su vez, la decepción y el fracaso, las penas, los desencuentros, se mitigan con cariño al alcance de la mano; doméstico, incondicional. Me refiero a los animales que participan de la vida familiar. Son cada vez más y su poder se incrementa. Algunos adquieren categoría de “hijo” o “bebé”, apropiándose de camas, sillones e incluso mesas o repisas.
Gatos y perros reinan con la parsimonia de una supuesta obediencia. Sólo nos devuelven lo que hemos perdido, la vida tranquila, como diría Marguerite Duras.
Una salida mañanera o después de la cena revela la nueva población urbana. El aumento es notable; miles de perros sacando a pasear a sus dueños, mostrándoles el mundo a la altura de sus patas. Luchando contra el sedentarismo, pregonando el juego, la algarabía.
Las estadísticas no han revelado aún cuántos perros y gatos habitan en la Ciudad, aptos a integrar censos que den cuenta de nuevas configuraciones hogareñas.
Ya no se trata de familias ensambladas sino de naturalezas en convivencia.
Por suerte, “comprar” una mascota no es tan habitual, cada vez son más los adoptados. Amorosa resolución a la intemperie de los destinos.
En relación a los humanos, la soledad se ha vuelto más amena y peluda. Confieso mi beatitud ante las poses al sol, el despliegue de las patas, el estiramiento, la facilidad para acurrucarse; tan aptos al goce, a la distención. Esas colas que miden el tiempo según la alegría. O la elegancia sin traje de los gatos contorneándose en las medianeras.
Los recursos del disfrute parecen tan vastos y ajenos.
Quizá nos vendría bien copiar algunos rasgos. Dormir al sol, y ronronear.