Como “ojo de la cara”, “día de la semana” y “derechos humanos”, “perversiones malsanas” parecerá un pleonasmo, esa fórmula en la que el sustantivo es calificado una propiedad que está contenida en su mismo nombre. No es mi parecer: pienso que ha de haber perversiones ridículas, triviales, sofisticadas e increíbles, pero aunque no pueda asegurar que las haya “biensanas”, ni “sanas”, no toda perversión es malsana, si se entiende por “malsano” a lo que daña de una u otra manera a quien participa en ella. No sé si el caso Carradine corresponde a una perversión malsana, o simplemente se trata de una perversión peligrosa y no más peligrosa que prácticas deportivas como el motociclismo, la acrobacia aérea o el andinismo de altas cumbres. Nadie califica malsanas a las prácticas de Eduardo Costantini –que hacía kite surf entre las piedras– o de María Inés Mato, que emprende raids en aguas abiertas a menos de cinco grados de temperatura, o en aguas tan podridas como las de la bahía de Manhattan. La semana pasada escribí “perversión malsana” pensando en un blog que llama a votar a Stolbizer y Carrió y que da testimonio de que sus autores pasan cientos de horas mensuales frente al televisor mirando programas políticos, que nadie, ni ellos mismos, vacilaría en calificar como deleznables, porque efectivamente son deleznables. Nunca aprendí a mirar televisión. No debo haber gastado más de diez horas de mi vida frente a uno de esos electrodomésticos que jamás poseí, pero mi experiencia con el tema procede de algo muy parecido: la pornografía web. Ocurrió en los comienzos de Internet, en los tiempos del navegador Netscape: pasé dos o tres meses perdiendo una hora diaria con colitas y boquitas fotogénicas hasta que advertí que lo que más me estimulaba era mi propia representación de un imbécil buscando estimulación y estimulándose con el recorrido justo del límite de mayor riesgo para un hombre: el desprecio de sí. Pensando en aquella experiencia, pensando a la vez en los del blog que miran disciplinadamente a Zlotogwiazda, Tenembaum, Grondona, Carrió y Alberto o Aníbal Fernández para potenciar su odio, su indignación y su desprecio, y tratando de calificar a esos grandes momentos de Galtieri, Alfonsín y Kirchner, que brindaron un mes, seis meses y un año respectivamente, en cuyos días la gente encendía la tele para escuchar buenas y alentadoras noticias del colectivo argentino, escribí para PERFIL de la semana pasada que, fuera de esos breves grandes momentos, no pasa nada. Nada. Ni siquiera malas noticias: sólo el goce perverso de estimularse colectivamente la repugnancia, el odio y la autoconmiseración.