Un amigo me manda el link a una noticia de un diario de Santa Fe: unos pescadores sacaron una raya gigante, de 135 kilos, en el río Paraná. Hay una foto de los pescadores sonrientes con el animal enorme, monstruoso casi en su apariencia, con algunas heridas de las que mana sangre muy roja. Ellos se ufanan de haber devuelto a la Bestia –así la llaman– a las aguas adonde pertenece y dicen en un tono que parece amenaza que quizá algún día vuelvan a cruzarse. Supongo que las heridas son de los anzuelos que usaron para atraparla. Si la hubieran pescado de verdad, es decir para comerla, esas heridas serían de bala. Porque para atrapar a una raya gigante hay que pegarle un balazo. Me manda la noticia porque hace tiempo estoy escribiendo una novela donde hay una escena de pesca. Pescan, claro, una raya gigantesca. No tan grande como la del diario, unos 40 kilos menos tiene mi raya. Creo que la primera vez que vi un recorte así, una foto parecida a esta, fue en un hotel de Concordia. Uno de los peores hoteles en los que estuve, aunque aquella primera vez no me pareció tan feo. Digo primera porque el año pasado el hotel se puso otra vez en mi camino y estaba todavía bastante más arrumbado diez años después. Lo reconocí justamente por el recorte de diario enmarcado. La foto está casi desvanecida, hay que adivinar a los hombres y a la raya. En la foto de la noticia de ahora la raya está extendida sobre la cubierta de la lancha, como una de esas colchas de estampado animal print. En la foto vieja del diario de Concordia, los hombres están de pie y tienen a la raya agarrada de sus bordes, mide casi como ellos. Claro, está muerta. Pesa menos, unos 90 kilos (como la de mi novela). Y no es del Paraná sino del Uruguay.
De chica siempre íbamos a pescar. Me acuerdo de sacar mojarritas con un medio mundo y de cómo mi tío nos enseñó a apretarles la panza para que salgan las tripas antes de tirarlas al aceite hirviendo. Eran algo así como unos cornalitos de arroyo. Crujían entre los dientes porque quedaban bien doradas y porque las espinas se cocinaban también y eran parte del bocado. Después no volví nunca más a pescar. Hace unos diez o quince años fui de pesca al Bermejito, en el Chaco. No es que haya pescado, me parece aburrido, prefería leer, pero una noche nos quedamos hasta la madrugada en la orilla del río, sentados en unos sillones petisos, con la caña en las manos. No pescamos nada, pero era lindo estar en silencio, tomando cerveza en lata. Era una noche clara, de principios del verano, la superficie del agua brillaba como el lomo de un pez.
Hace un par de años, en Corrientes, me quedé un buen rato observando a un grupo de hombres que estaba pescando. Habían hecho una especie de hoyo en la arena de la orilla, una pequeña pileta improvisada, y había algunos pescados, peces, en realidad todavía estaban vivos, enganchados del anzuelo y atados con la tanza a unos palos que probablemente también habían clavado los hombres, a modo de estacas para amarrar las presas. Me acordé de uno de mis cuentos favoritos de Carver, Tanta agua tan lejos de casa. Unos amigos van de pesca; esperan esa excursión con muchas ansias: irse lejos de sus casas, escapar de sus esposas, emborracharse, comer porquerías y pescar. Cosas de hombres, parecen decir. Pero apenas llegan encuentran el cadáver de una chica. ¿Qué hacer? La muerta amenaza con arruinarles el fin de semana. Pero a uno de ellos se le ocurre atarla de un pie a la orilla. Después de todo ya está muerta. El lunes, cuando regresen, harán la denuncia.