“Medía cerca de un 1,90 y había allí muy poca materia blanda. Sus ojos eran grises, con fríos destellos. Llevaba un amplio traje gris con elegancia y sus modales sugerían que era un sujeto con el cual no resultaría sencillo cambiar opiniones.”
Raymond Chandler (1900-1959), monólogo de Philip Marlowe en “The lady in the lake” (1943).
Con ese sombrero colocado de lado apenas pude reconocer su nariz de boxeador, los penetrantes ojos celestes y el mentón de bull dog, cortado como a hachazos. Traía su viejo piloto de solapas anchas y un cigarrillo clavado en los labios. Pensé que era el viejo Mitchum en su insuperable Philip Marlowe de Adiós, muñeca (1975), que cada tanto pasa por la redacción a saludarme, charlar de bueyes perdidos o pedir informes sobre técnicos desaparecidos, jugadores en problemas y dirigentes acusados de asesinatos en serie. Le iba a pedir que, una vez más, alzara sus nudillos para ver aquel doble tatuaje “love-hate” (amor-odio) que le había quedado de su inquietante reverendo Harry Powell en La noche del cazador (1955), la única película de Charles Laughton. Pero no. No era Marlowe. Es decir, no era Mitchum, pero sí Marlowe. O eso parecía.
—¿Qué le pasa, Asch? ¿No escribió, acaso, que el único que podía hacer de Marlowe en este país era yo? Muy bien, acá me tiene. Hablemos.
Efectivamente, Julio César Falcioni era un Marlowe perfecto, y mientras lo confirmaba él apagó su cigarrillo en mi taza de café. Oh, no. Eso me pasa por largarme a imaginar cosas sin pensar que algún día, como los sueños, pueden hacerse realidad. Traté de disimular mi sorpresa. Fue peor.
—¿Vino a darme un reportaje? –atiné a decir. El sonrió.
—Ya dije lo que todos esperaban oír. Ahora hablemos en serio, ¿quiere? Si su oficio es preguntar, el mío es buscar la verdad, lo que no siempre es lo mismo. ¿Me sigue?
Lo que más me irritó fue esa horrible muletilla, ¿me sigue?, como si me hablara Lilita Carrió. Tragué saliva e hice lo que pude. El tipo es un duro.
—Cuando tenga al Enganche Melancólico listo para jugar, Falcioni, ¿qué va a hacer con el pobre Erviti? ¿En qué quedará su emblemático 4-2-2?
—Mmm… Números. A veces dos más dos son cuarto y otras, veintidós.
—¡Oiga, ésa es una cita de Hammett para Nick Charles en The thin man! No me mezcle los detectives, ¿quiere?
—En el fútbol hay que tomar cosas de todos, Asch, si no uno está liquidado. ¿Qué voy a hacer con Riquelme? ¡Ponerlo donde él quiera! La gente lo ama y yo no voy a suicidarme. ¿O me vio cara de La Volpe a mí?
—Bueno, no se ofenda: también era arquero. ¿De verdad va a correr a Erviti a la izquierda para que haga la banda como hace diez años?
—Lo que yo necesito es que se junte con… ¿cómo le dice usted al 10?
—El Enganche Melancólico.
—¿En serio? Qué boludo. Quiero juntarlos, le decía, para que armen juego. ¿O quiere que intente eso con Rivero y sus cartas de póquer? Somoza solito me puede sostener el medio, y más con Battaglia bien. ¿Le parece poco?
—Para nada. Pero me parece que puede tener problemas cuando lo ataquen por los costados. Battaglia y Erviti naturalmente se van a cerrar y…
—¡Y para qué lo tengo a Clemente, que es un pistón! Al Burrito, nuestro as, o Calvo, que tiene oficio. ¡Incluso a Monzón!
—Gran escopetazo, como el de Carlos, que Dios lo tenga en la gloria. Pero ojo, que ese chico se pega unos viajes…
—Oiga, Asch, no me rompa los esquemas. Además está Cellay y mi dupla de centrales: Caruzzo-Insaurralde. ¿Y los de adelante? ¿Quién tiene dos nueves como Palermo y Viatri?
—¡Y uno que va por afuera con una novia como Luli Fernández, Falcioni!
—¡Seh! Un monstruo, Mouche.
—Todo muy lindo, pero me parece que así le va a costar armar un bloque tan sólido y equilibrado como el que tenía en Banfield, con Erviti más libre, volantes como James por afuera…
Falcioni me clavó su peor mirada de furia ígnea. Al lado suyo, Chernobyl era el show de fuegos artificiales del desfile de Giordano.
—Oiga, ¿por qué no vuelve a dirigir Playboy y se deja de hablar de fútbol? ¿Banfield? ¡Esto es Boca, querido! La cosa, acá, es ganar o morir. Nada más. ¡Quiero marines listos para la guerra!
—Epa. Remember The Alamo, Julio. O a Ho Chi Minh, otro que supo cómo jugarles de contraataque.
Falcioni ya no estaba de humor. Decidió irse. Acomodó su sombrero, mordió otro cigarrillo y el semicírculo de su boca se cerró aún más, apuntando hacia sus zapatones. No iba a rendirse. Su último gesto de despecho merecía un Oscar.
—Mire, ya estoy grande y ésta es mi última chance para dejar de ser visto como un maldito técnico de equipo chico. Tengo que salir campeón, ¿me entiende? Adiós.
Mientras ese corpachón desaparecía de mi vista, pensé en Mitchum. De él también se decía que era un actor de películas menores, hasta que Laughton se cruzó en su vida. Y en la recta final de su carrera, sin recibir jamás el reconocimiento que merecía, consiguió opacar al detective de Bogart, nada menos. Lo nominaron al Oscar, claro, pero nunca lo ganó. ¿Y? ¿A quién le importa? Eso sí es ser un campeón. Más, incluso, que esos que mariconean baboseando esas latas brillosas de espantoso diseño.
Suerte con el nuevo caso, Marlowe.