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Apuntes en viaje

Pileta tortuga (segunda parte)

Si prestabas atención, notabas cómo las manos alcanzaban las rodillas y entonces sí resultaba simpático verlo al orangután, jajejo. Gracias a esa deformidad pudo suturar el déficit de las piernas.

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Pileta tortuga. | marta toledo

Alguna vez te persiguió un camión de Bomberos? Darío fabricaba siempre ese instante flash en el que no cabía más que sonreír y tomarse la cabeza. ¡Ah no! ¿Nunca te conté que fui sparring de Rafael Nadal durante ocho meses? Con el paso del tiempo había logrado confeccionar un colosal artefacto-reservorio de anécdotas, las que extirpaba de forma audaz, con estilo canchero; nunca se repetía, siempre cautivaba, jamás introducía algo de más en el relato. 

Tenía el pelo ensortijado, prolijamente revuelto. De la misma manera alternaba en los otros detalles del cuerpo. Podía exhibir uñas en mal estado, aserruchadas por caso, pero la barba moldeada con precisión artesana; en ocasiones olía a jaula, uf, aunque su fenomenal hechizo desprendía perlitas de intesidad vaporosa, y adiós al rechazo. Ostentaba el cuerpo de Ralph “el demoledor”, demasiado complejo para ser cierto. Temerarios tubos montañosos acentuados por la tensión del ramerío articular. Cuando caminaba, los brazos largos apenas se balanceaban, parecían estar pegados a las caderas; si prestabas atención, notabas cómo las manos alcanzaban las rodillas y entonces sí resultaba simpático verlo al orangután, jajejo. Gracias a esa deformidad pudo suturar el déficit de las piernas, cortísimas por cierto.

Nunca le pregunté cómo se había acercado a la natación, siempre me pareció una pregunta idiota. Solo en la pileta donde yo entreno, en el mismo horario de siempre, llegan interesados a montones, como tortugas desovadoras, entusiastas confiados que encontrarán en un deporte exigente, técnico y tortuoso la solución a todos los males. Error. La mayoría de los desovadores no durarán tres semanas; una porción de ese grueso volverá a intentarlo el año próximo, en la misma fecha, para tropezar (again), y así. Acaso la pregunta correcta debería ser: ¿en qué momento supiste que la natación te acompañaría por el resto de tu vida?

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Darío siempre fue para mí un misterio sin revelar, una estructura funcional a su ficción. Figura extraordinaria que se hizo notar mediante la actividad automática del engreído: ir más allá de sus posibilidades; agazapado para esperar el momento y poner adelante de su estampa los ánimos cambiantes de una vida que puede pertenecer, simultáneamente, a los campos del silencio y el escándalo. Un sujeto pasado de rosca que adecuaba a las circunstancias lo que más le convenía; el resto lo desechaba. Su interés fue siempre el de la totalidad, a la que no se llega sino a los saltos, entregándose a cambios bruscos de dirección y de ritmos: todo lo que magnetice aquí y allá. No tener un tema, que ha de corresponderse con no tener prejuicios, es lo que hizo de Darío un especímen cautivador.

Aquel verano que nos conocimos en Menorca remontamos altamar en un yate junto a otros siete pasajeros dispuestos a nadar un puñado de kilómetros. Aquel verano en Menorca, luego en Madrid, escribimos página por página (con una tipografía minúscula) una novela vital dispersa, polifónica y soberbia que solo pudo ser imaginada como una hazaña de potencia narrativa entregada a la gracia de la aventura imposible. Ese mundo inmenso que construimos ese verano, en Menorca, nos hizo pensar el mundo como maqueta de un gesto de confianza ciega en el otro, y de desconfianza del mundo como organizador de sus propios acontecimientos. 

Cuando abandoné Menorca, luego Madrid, para volver a vivir en Buenos Aires, perdimos contacto. Casi veinte años sin saber de él. Se me acaba el espacio, y no quiero irme sin antes contarles en qué circunstancias nos volvimos a encontrar. Fue hace tres meses, en una heladería de Caballito. 

(Continuará.)