Hay en el país un mar de fondo por la discusión en torno a los criterios utilizados para asignar
los subsidios a personas desocupadas correspondientes al plan Argentina Trabaja que lanzó el
Gobierno nacional.
Un conocido dirigente piquetero cercano al Gobierno amenazó con poner 80 mil personas en la
calle en el caso de que el Gobierno no haga algo para prevenir la presuntamente distorsiva
asignación de planes por parte de los intendentes del partido del Gobierno, mientras otro conocido
intendente de un importante distrito del Gran Buenos Aires le contestó que habla de cosas que no
conoce. Tradicionalmente, un conjunto de actores sociales con un estelar protagonismo de los
movimientos de derechos humanos y de los grupos piqueteros, pero también de los partidos opositores
tanto de izquierda como de derecha han deslizado que el reparto de esos planes podría ser orientado
con fines clientelares por parte de los intendentes del Conurbano bonaerense.
Esa acusación no es novedosa: el propio Gobierno nacional, cuando en el año 2003 ponía al
país bajo los auspicios de la transversalidad y la nueva política, solía presentar a esos
intendentes, los llamados barones del Conurbano, como sujetos más bien oscuros y poco dispuestos a
comprometerse honestamente con el nuevo relato que el kirchnerismo proponía a la nación. Puede ser,
como pretenden algunos dirigentes sociales, que los intendentes procuren beneficiarse políticamente
del reparto de los subsidios del plan Argentina Trabaja pero, ¿quién podría asegurarnos que ellos
mismos harán algo demasiado diferente? De hecho, la puja angustiosa entre diferentes versiones del
movimiento por conseguir cupos nos dice algo del modo en que ellos mismos conciben ese reparto como
una variante de ejercicio del poder y la influencia política.
Toma y daca. Es un lugar común la percepción generalizada acerca de cuán extendida está la
práctica de la política como intercambio de favores, algo defenestrado por el discurso pero
convalidado por la práctica de manera habitual. Lo paradojal es que la denuncia y la indignación
moral frente a estas prácticas auténticas no son algo cada vez más extraño al ejercicio de la
política en sus versiones más tradicionales y es un hecho que quienes son receptores de estos
programas lo tomen como un dato de la realidad semejante a la humedad ambiente.
En otras palabras, puede que en una Argentina reformada de acuerdo a unos criterios de
honestidad e imparcialidad de esos que cada tanto pregonan las autoridades de la Iglesia o los
expertos en políticas sociales, los planes sociales se asignen de acuerdo a un estricto criterio de
necesidad y mérito. Algo que, de acuerdo a la opinión de los entendidos, dista de ser una tarea
sencilla. Pero, en las presentes circunstancias, eso no parece demasiado factible y, lo que es más
importante para nuestro argumento, no parece estar en los objetivos de ninguno de los grupos que
rivalizan en las presentes circunstancias por el reparto de subsidios.
Si esto es cierto, no tendríamos en esta disputa puntual un conflicto entre una política
clientelista y otra universal, sino un contrapunto entre distintos proyectos clientelistas.
Así y todo, los datos de nuestras encuestas de opinión sugieren que los intendentes son
ampliamente preferidos a la hora de asignar los planes sociales o subsidios.
En efecto, en un relevamiento reciente, conducido en la provincia de Buenos Aires, un 33% de
los entrevistados contestó que prefería que los municipios administren los planes sociales, contra
un 20% que preferiría que lo haga el Gobierno nacional y un 16% que escogió a las organizaciones
piqueteras y los movimientos de derechos humanos; el resto se repartió entre la Iglesia Católica,
otras opciones o no tenía una opinión formada –¿Cómo se explica estas preferencias? Por un
lado, los gobiernos municipales son estructuras institucionales sujetas a la fiscalización popular
mediante el voto. Se supone que la ciudadanía ha conferido a los intendentes un poder para
administrar la cosa pública. En todos los casos, la sociedad puede utilizar el voto para penalizar
aquellas cosas que juzga que se han hecho mal o para premiar aquellas que se han hecho bien. Del
otro lado, no se observa que los llamados movimientos sociales dispongan de un mecanismo de
fiscalización popular equivalente. En última instancia, mejorar la manera en que la sociedad ayuda
a aquellas personas que tienen más necesidades es un imperativo moral de primer orden. Pero no
parece que esa agenda vaya a avanzar mediante la competencia desaforada entre aquellos que han sido
elegidos por medio del voto popular y aquellos que se postulan como los verdaderos portavoces de
los intereses populares.
El camino hacia la autonomización de la asignación de subsidios, planes y otras
compensaciones respecto de la riña política y sectorial debería ir de la mano de la creación de
instancias públicas no partidistas que permitan al conjunto de la sociedad y, desde luego, a sus
representantes electos cerciorarse de la idoneidad, la honestidad y la transparencia con que se
utilizan los recursos del presupuesto.
*Directora de Graciela Romer y Asociados/Director de proyectos.