El fin de semana pasado fuimos a Rosario con Naty y Paula, a un taller que venimos haciendo hace un tiempo con Dahiana Belfiori sobre textos de Sara Ahmed. Era un plan que teníamos hace rato, pasar dos días las tres juntas. Seguir leyendo a Ahmed era una excusa además de buena, preciosa, ver a Dahiana, conocer a otras mujeres en el taller esa tarde de sábado entre mates que a la caída del sol derivaron en vino. Pero sobre todo queríamos pasar dos días las tres solas lejos de nuestras casas y nuestras cosas. Además Naty iba a manejar sola por primera vez una distancia tan larga con dos copilotas que no sabemos manejar ni mucho menos cambiar un neumático. Así que Naty insistía en que éramos muy arriesgadas al subir a un coche conducido por ella y nosotras en que el riesgo era suyo: llevar a dos marmotas que no serían de ninguna ayuda en caso de contingencia vehicular.
En el trayecto me acordé de que la primera vez que fui a Rosario fue en los 90 al festival de poesía. Fuimos con mi amigo Cristian, que ahora vive en Nueva Zelanda, y con otros compañeros del profesorado de Literatura. Dormimos en un lugar que sería de alguna institución, no sé, solo recuerdo dos enormes pabellones llenos de camas cucheta. Hoy pasaría por hostel, pero en ese entonces solo podía remitir a un cuartel militar o a un internado de monjas. Estaba Oscar también, me acuerdo de que apenas se despertó la primera mañana, apenas abrir los ojos, más exactamente, prendió un cigarrillo. Hace poco Oscar se quedó en mi casa un par de días y sonreí cuando me di cuenta de que, veinticinco años después, sigue siendo su primer gesto de la mañana: fumar un pucho. La verdad es que del festival no me acuerdo casi nada, tendría que buscar en los archivos el año para saber quiénes leyeron, tal vez alguien que hoy me apenaría mucho no recordar.
Llegamos al hotel pasado el mediodía. Habíamos reservado una habitación triple y subimos a dejar las mochilas: no estaba mal. Comimos en el restorán de un hotel emblemático de Rosario, a una cuadra del nuestro, y subimos fotos a Instagram con la ubicación para que todos pensaran que nos hospedábamos ahí. Nos reímos de esa tontería.
Después de almorzar, Paula quería caminar y ver la ciudad. Pero Naty y yo, no. Yo nunca quiero recorrer ninguna ciudad, lo único que me gusta de los viajes, ya saben, son las habitaciones de hotel. Ni siquiera el hotel. No me importa si tiene pileta, spa, gimnasio. Solo una buena cama, wi-fi y un televisor. Naty es de las mías. Ella porque tiene un hijo chiquito (Paula tiene dos, pero de buen sueño) que no la deja dormir de corrido desde que nació. La cuestión es que arrastramos a Paula de vuelta al cuarto y, casi como si estuviéramos adentro de nuestra siesta ideal, apenas nos tiramos en las camas y Naty empezó a hacer zapping encontró una maratón de La ley y el orden, la peor serie y mi favorita (tengo una taza del programa).
A la tarde fuimos a lo de Dahiana y a la noche amagamos a ir de ronda de bares pero nos quedamos hasta la madrugada en el primero donde nos sentamos. La cerveza estaba fría y eso nos pareció suficiente. Al otro día nos levantamos y fuimos al río. El Paraná brillaba bajo un sol de domingo. Más tarde comimos pescado también mirando el río. No me canso nunca de mirarlo. El restorán daba a un viejo muelle de maderas podridas. Prendido a uno de los tirantes había un clavel del aire florecido.