Leo, a ritmo salteado, los Diarios de John Cheever. Contrariamente a la opinión general de los fanáticos de su obra, prefiero sus novelas a sus relatos, que me parecen (aun los mejores) marcados por la evidencia del esfuerzo de producir para cobrar, el escritor como artesano de un oficio que al principio se concibe como consecuencia del impulso del deseo, y luego como la condena, que puede ser más o menos agradable, al arte duro de ganarse la vida.
Naturalmente, ése es el signo que expresa la vinculación de los productores de un país con su mercado interno. La relación entre escritura y dinero es inescindible de la producción literaria de los EE.UU. He leído más de una entrevista a escritores norteamericanos que aseguran que si su primera novela no hubiera vendido más de equis cantidad de ejemplares se habrían dedicado a otra cosa. Esa perspectiva debe imprimir sus condiciones, construirlas previamente a la escritura de una sola palabra. “Escribir es vender”, sería su divisa. En la literatura argentina, más allá de todo prejuicio a favor o en contra, la retribución económica para el esfuerzo del autor es en la amplia mayoría de los casos una consecuencia milagrosa, vivir de la literatura es más difícil que ganarse la lotería.
Por supuesto, los escritores viven de actividades paralelas (docencia, cursos, talleres, periodismo, proxenetismo, paracaidismo, floricultura, gastronomía, etc., etc.), lo que deriva en una perspectiva literaria que no impone como requisito previo la observación de las condiciones de subsistencia y reproducción del mercado. Volviendo a Cheever, sus Diarios apenas mencionan la cuestión monetaria, salvo como una dramática interrogación acerca de qué más espera su mujer que él haga para sostener el amor, la paz y la familia.
Es curioso que una preocupación central aparezca precisamente en textos que no son escritos con la intención de ser vendidos.