Hace dos años tengo una perra. Es negra, mediana y se llama Morcilla. Todos los días la llevo a una plaza que está a cuatro cuadras de mi casa. Antes nunca iba a esa plaza, que tiene el nombre de un libro de Dolina y tiene mucho cemento y rejas, claro, como todas las plazas de la ciudad. Es bastante fea pero hay algunos palos borrachos, que me gustan mucho; un ombú al que se trepan los chicos y que me recuerda el que había en la casa de mi abuela y que trepábamos con mi primo cada día de verano. Hay un olivo y algunas palmeras altísimas: yatay. Los loros rancharon las palmeras y siempre, sobre todo a la mañana, hay alboroto. A la Morcilla no le gustan los loros, así que cuando están buscando comida entre el pasto, la perra los corre. Hace poco plantaron unas cuantas pezuñas de vaca, otro de mis árboles favoritos.
En la plaza, hará más o menos un año, vive un hombre. Duerme en la casita de madera que hay en la parte de los juegos para chicos.
Como siempre tuve gatos, todavía me asombra la dinámica de los perros. Que estén siempre contentos aunque les vaya mal. Que quieran a las personas que los maltratan. Que puedan llevar y traer una pelotita una vez y otra y otra y no se aburran nunca y parezcan emocionados como si el juego recién comenzara mientras a una se le duerme el brazo de tanto arrojar la pelota. Pero lo que nunca va a dejar de asombrarme, creo, son los amos de los perros.
El año pasado había un grupo que iba siempre a las 10 de la mañana. Animales y amos y amas eran amigos. Los humanos fumaban y charlaban mientras los bichos retozaban, se corrían, se montaban, se olían los culos, meaban unos encima del pis de los otros. Era un grupo cerrado. No es que yo haya intentado unirme. Tengo escrita en la frente una frase que dice: que tenga un perro no me hace tu amiga. Pero me gustaba observarlos de lejos. Ellos y sus bichos actuaban como los dueños de la plaza. A veces se peleaban a grito pelado con madres que llevaban a sus niños. A veces los perros se meten en el arenero porque les encanta la arena. Pero a las madres con niños pequeños casi nunca les gustan los perros. La cuestión es que la jefa de la manada (de los amos) se peleaba a cada rato con todo el mundo. Siempre el objeto de sus gritos era defender al perrerío. Sus compañeros la apoyaban y cada dos por tres también se agarraban con la intendenta de la plaza. Ahora el grupo se separó. No sé por qué, pero encuentro a sus miembros individualmente a distintas horas y se los ve un poco perdidos sin la jefa.
Hay otro que me cae muy simpático. Es colombiano y su perro, minúsculo, un pinscher, tiene el guardarropa más hermoso que vi en mi vida. En invierno pasea con gracia sus saquitos, impermeables y camperones inflables con capucha. Tiene un montgomery que más de uno de ustedes querría en su placard. En verano desfila collares hermosos: de cuero negro, con tachas y púas, un punk en miniatura con una quijada de dientitos afilados que más parece la boca de un pez. Ellos no se meten con nadie. El pinscher ni siquiera juega con otros perros.
Una vez mi perra jugó un rato largo con otro perro. A esa hora, a la noche, casi no había gente. El hombre que duerme en la casita de los juegos estaba preparando su cama de bolsas. La dueña del perro se acercó y empezó a hablarme. Seguí la conversación porque parecía una mujer tranquila. En un momento me pidió mi número de celular. Para ponernos de acuerdo para venir a la plaza porque los perros se llevaban bien. Automáticamente recité mi número y enseguida me arrepentí. Pero igual ella nunca me llamó.