Terminar con la pobreza no es una cuestión de meses ni de un período presidencial. Aunque las cifras del INDEC fueran creíbles y no un conjunto de números inventados (cuando se publican) de acuerdo a la conveniencia del Gobierno, detrás de las estadísticas hay una realidad mucho más dura de la que marca un índice que puede ascender o descender diez puntos en poco tiempo. Se suele reducir la pobreza a una famosa “línea”, tan imaginaria como el límite entre los hemisferios. Así se llega a decir, por ejemplo, que un punto más de inflación crea miles de nuevos pobres aunque los ciudadanos involucrados en esos cambios de categoría no se enteran de ello. En general, eran pobres antes y seguirán siendo pobres después, se mida su condición por el ingreso familiar o por el consumo de bienes, como ahora se les ha dado a los funcionarios por discutir. En un país en el que los universitarios son hijos de universitarios, en el que una parte importante de la población no está capacitada para desempeñar tareas moderadamente complejas y en el que la movilidad social ascendente es muy dificultosa desde hace décadas, la pobreza no es sólo un asunto grave sino permanente, que poco tiene que ver con las crisis de 2001 o de 2008 ni con la aplicación de más o menos retenciones a la soja. La verdad es que en la Argentina la pobreza es endémica y generalizada. La falta de oportunidades y la mala calidad de vida hace que muchos trabajadores sean pobres más allá de sus salarios circunstanciales y otros tantos miembros de la clase media sean pobres más allá de sus aspiraciones y de su sentido de pertenencia.
Pero esos niveles profundos y estructurales de pobreza están acompañados por un tratamiento superficial y oportunista del tema. La pobreza no es fácil de eliminar, pero se podría eliminar al menos el discurso fácil sobre la pobreza. Es cierto que a las iglesias o a las organizaciones caritativas se les da bien hablar del tema. Nadie les pide precisión en los números ni están obligadas a formular políticas para corregirla; les basta, en cambio, señalar sus resultados más agobiantes. Pero en medio del clima crispado que nos envuelve, los dirigentes políticos (incluyo a los empresarios y sindicales) suelen orillar una prédica obscena. En la oposición, donde personajes que toda su vida pensaron que pobres hubo y habrá siempre, descubren, de pronto, el “escándalo de la pobreza”; en el oficialismo, donde los más altos funcionarios niegan la realidad y proclaman que el problema no son los pobres sino los ricos o que no importa que haya pobres mientras se elimine la inequidad, como si pensaran con alegría en un futuro con cuarenta millones de miserables aunque, eso sí, todos parejos (salvo, posiblemente, quienes viven en El Calafate). Ambos discursos son manipuladores y ofenden a los pobres, que deberían tener, al menos, el derecho de no estar en boca del todo el mundo.
Por eso, sería buena una tregua que proscribiera por un tiempo el uso de la palabra “pobreza”. Por lo menos hasta que se demuestren intenciones serias de superarla. Pero así como la encendida discusión actual es una pérdida de tiempo, es urgente hablar del hambre y la indigencia. El hambre se puede evitar a corto plazo y se pueden satisfacer las necesidades más primarias de la población. Y allí sí, la propuesta de una asignación universal a la infancia es una política concreta que no sólo el Gobierno, sin también varios partidos de la oposición se niegan a considerar para perpetuar, en cambio, mecanismos clientelares, burocráticos y discriminatorios. La asignación universal es factible en términos presupuestarios y constituye, además, un paso importante hacia la inclusión social. En cambio, es hora de tomar nota del fracaso e incluso de la inconveniencia de dictaminar quién es pobre y quién deja de serlo e instrumentar los forzados planes focalizados. Un ejemplo de fracaso anticipado es el reciente anuncio de la Presidenta sobre la creación de cooperativas de trabajo, que resulta una alternativa parcial y onerosa, destinada a crear empleo precario y militancia cautiva y a multiplicar la multitud parasitaria de pobrólogos que proliferan en municipios y reparticiones.
*Periodista y escritor.