No pueden parar de ser como son. Este miércoles 9 anduvo por Córdoba el presidente Amado Boudou. Su anfitrión, jugando de local, fue Carlos Zannini, el que manda en serio. Zannini es oriundo de Villa Nueva y Boudou fue a Villa María, la ciudad vecina, del otro lado del río Calamuchita. Misión formal: inaugurar un puente entre ambas localidades cordobesas que costó más de 20 millones de pesos y lo pagó el Estado nacional. En verdad, Boudou, un tipo que cada mañana al afeitarse ante el espejo no debe poder creer lo que le ha tocado vivir, fue a Villa María a pegar.
Inaugurar es gobernar en la Argentina, pero en este caso el hombre que ocupa la jefatura del Estado hizo lo que hubiera hecho la convaleciente Cristina, zamarrear duramente al peronismo cordobés. Consumada su misión (pegó y cortó cintas) ya levantaba campamento cuando tuvo que volver, radiante como siempre, con sus blanqueados dientes expuestos, para aclarar que se le había olvidado anunciar que la Presidenta había aprobado el inicio de la construcción de la avenida de circunvalación de la ciudad.
Algo enorme pasó desde 2003: el poder se ha privatizado en la Argentina. La ideología dominante no tiene matices doctrinarios: es puro poderismo. Gobernar es anunciar obras o inaugurarlas varias veces, sin hacerle asco ni a la más módica y pequeña. Ausente Cristina, el exitoso Boudou cumple su papel con prolijidad: él también anda de un lado a otro presente en las escenas cotidianas del gobierno más teatral que ha tenido la Argentina. ¿Cuándo tiene tiempo esta gente para estudiar, analizar, evaluar, cruzar impresiones y debatir? Viven encima de aviones y helicópteros, de un lado para otro, para que la sofocante cadena de facto de radio y TV del Gobierno los muestre todos los días “gestionando”.
El funcionamiento de Boudou revela esa trama de privatización del poder. Fue a Córdoba a endosar a un intendente “del palo” y a despotricar contra quienes se rebelaron. El poder entendido como comarca feudal: el villanovense Zannini se congratuló de la actuación de Boudou, y –de paso– reveló que habrá sido maoísta en sus años mozos, pero hoy “gestiona”, sin dejar de cumplir con la tarea primordial, el esmerilado permanente de los no sometidos.
El poder es preservado y alambrado, una curiosa paradoja de la Argentina de 2013; en pleno clímax del relato de un Estado presente e inclusivo, la cabina de comando está blindada y con las cortinas bajadas. ¿Quién pudiera haber imaginado que, al hacerse cargo de la presidencia, aunque sea de manera interina, Boudou hubiese armado un acuerdo de ministros para examinar agenda y temas pendientes? Imposible, claro. Versión criolla del “centralismo democrático” leninista que alguna vez sedujo a Martín Sabbatella, Carlos Heller y Daniel Filmus, el kirchnerismo es centralismo a secas, lo de “democrático” no opera. Dijo Stalin en Canto General (1950): “Stalin alza, limpia, construye, fortifica, preserva, mira, protege, alimenta, pero también castiga. Y esto es cuanto quería deciros, camaradas: hace falta el castigo”.
No hace Cristina, empero, nada demasiado ajeno a la prosapia nativa del movimiento. Juan Perón tuvo “delegados” en la Argentina entre 1955 y 1973. Es un aspecto esencial de este modo de gobernar. La toma de decisiones es personal, discrecional, imprevista y sorprendente. Se la podría llamar comandismo eterno; gobernar es, además de inaugurar obras y obritas, exhibir implacable y opaca verticalidad. Ya Guillermo O’Donnell reflexionó con su formidable creatividad intelectual sobre la democracia delegativa, esa ponzoñosa enfermedad contemporánea. Estos últimos años dejan en la Argentina abundantes ejemplos de una deriva aun más dañina de la analizada por O’Donnell, una democracia imperial que ya perdió hasta el pudor y no se esfuerza por fingir institucionalidad. Es la obra de un gobierno en el que quienes creen que el stalinismo “no está tan mal”. El stalinismo no fue sólo los millones de asesinados y perseguidos, Gulag y horrores, hambrunas y colectivizaciones forzadas, sino también el régimen providencial de un tirano paternal y omnipresente, irreemplazable y omnisciente.
La democracia imperial que hoy se insinúa en la Argentina exhibe ribetes inconfundiblemente monárquicos. El poder es “dado”, casi en condiciones de abdicación (temporaria o permanente), otra clave del autoritarismo. Cristina recibió el bastión de mando de manos de su marido en 2007 y en 2011 la encargada de posesionarla fue su hija Florencia. Por eso, Diana Conti, veterana admiradora de Stalin y de Mao, se apresuró horas antes de la operación craneana de Cristina para aclarar que admira a Máximo Kirchner. En Venezuela, Hugo Chávez abdicó en su “hijo” Nicolás Maduro y en Siria, Hafez El Assad abdicó en su hijo de sangre Bashar El Assad, modelos paradigmáticos que no disgustan al oficialismo aborigen. Entiende al poder como unción; los poder-habientes han sido ungidos. Ese poder no es poroso ni traslúcido; es compacto y oscuro. Va por la vida con las persianas bajas. Quienes lo ofician como titulares intocables, actúan por horror al vacío. Hacen actos, proclaman, improvisan discursos, viajan sin parar, jamás escriben ni confiesan estar pensando. Es un poder en velocidad y desde la velocidad, ejercido con ansiedad y urgencia, desde y para la concentración más descarnada, un poder privatizado que se pretende ejercer desde lo público.