En un poema llamado El siglo, escribe Osip Maldemstam: “Mi siglo, mi bestia, ¿hay alguien que pueda/escudriñar en tus ojos/ y soldar con su sangre/las vértebras de dos siglos”. Giorgio Agamben retoma esas líneas en ¿Qué es ser contemporáneo? En su opinión, la clave del texto reside en el uso del posesivo: no el siglo sino “mi” siglo. El poeta es quien debe tener la mirada clavada en su época (“mi bestia”) aun pese al riesgo de tener la espalda quebrada por el paso del tiempo (“vértebras de dos siglos”).
Maldemstam, como otros poetas rusos de destino trágico, da testimonio de la tensión irresuelta entre poesía y presente. Sobre ese tema escribe Marina Tsvietáieva: “A propósito de los que supuestamente llevan un retraso de uno o tres siglos, citaré un solo ejemplo: el del poeta Hölderlin, que por los temas que trata, por sus fuentes e incluso su vocabulario, es un poeta de la Antigüedad, es decir, llegó a su siglo XVIII con un retraso no de un siglo, sino de dieciocho. Hölderlin, que solamente ahora comienza a ser leído en Alemania, ha sido adoptado por nuestro siglo, y ciertamente no es antiguo. Tras haber llegado a su siglo con un retraso de dieciocho, se ha revelado contemporáneo de nuestro siglo XX. ¿Qué significa este milagro? Significa que en el arte es imposible llegar tarde”.
Agamben parece dialogar con Tsvietáieva, y siguiendo a a Nietzsche señala que “pertenece realmente a su tiempo, es verdaderamente contemporáneo, aquel que no coincide perfectamente con éste ni se adecua a sus pretensiones y es por ende, en ese sentido, inactual; pero, justamente por eso, a partir de ese alejamiento y ese anacronismo, es más capaz que los otros de percibir y aprehender su tiempo”. Lo contemporáneo se expresa como paradoja: esa distancia del presente es precisamente lo que le permite volver a él, abrazar su tiempo, instalar su marca en la época. Cuando el poema se escribe atrapado por la ansiedad del presente, sólo encuentra inmediatez y trivialidad. A la inversa, cuando el anacronismo se vuelve simplemente retórico, el poema se entrega dócilmente a la cursilería. El poeta contemporáneo –es decir, el que desconfía de su tiempo–, en cambio, está en condiciones de decir algo radical sobre la época, más allá de toda ansiedad e impostación.
Si hay un libro reciente que se sitúa en ese lugar, ése es Una explicación para todo, de Darío Rojo, editado por Gog y Magog, en el que reúne en un solo volumen toda su obra publicada, más algunos poemas inéditos. Rojo pertenece a la generación que promedia los 40 años, que en los 90 pasó por la revista 18 Whiskys, y que leyó bien cierta tradición norteamericana (Stevens, Moore, Asbhbery). Pero además le suma al menos tres rasgos que lo distinguen del resto: dirigir la pequeña y sutil editorial Selecciones de Amadeo Mandarino, hacer de la invisibilidad pública su carta de presentación social y, sobre todo, escribir una poesía que apunta directamente a la relación tensa entre contemporaneidad y anacronismo. O dicho en el sentido inverso: se puede pensar la poesía de Rojo como una introducción al anacronismo contemporáneo. Es una escritura hecha de humor, distanciamiento y algo de melancolía. En un acápite, Rojo incluye una cita de Valerie Larbaud: “Acostumbraos a ver cada cosa actual como desfasada”. Y esa idea marca el tono de su estrategia: “Todo fue hecho en brillo de reciente hazaña,/vos hablaste, yo hablé, el pasto/de amarillo carta fue en el tiempo/un caso y el mismo/Fuera: lugar de lluvias/en ceniza vacía, de lunas y aeroplanos”. La hazañas son recientes –relucen–, pero el pasto se vuelve viejo, amarillo como la carta en el tiempo. Una explicación para todo convierte ese intersticio en una de las zonas más originales de la poesía argentina contemporánea.