Hace poco fui a escuchar una mesa redonda sobre la situación del mercado editorial. Hablaban sobre si en los 60 se vendían más libros que ahora, y de golpe alguien del público se paró (era un editor muy conocido) y dijo una frase terminante: “En los 60 era mucho más fácil: alcanzaba con ir a cualquier bar para ver que lo único que había que publicar eran libros de estructuralismo, marxismo y psicoanálisis”. Rápidamente la discusión giró hacia esos conceptos y sus respectivas crisis: la crisis del marxismo, del estructuralismo y del psicoanálisis. Sin embargo, la verdadera palabra clave en la frase de aquel editor no era marxismo, ni tampoco estructuralismo, ni mucho menos psicoanálisis. No. La palabra central en ese asunto era: bar. ¿Estará la literatura en crisis porque también están en crisis los bares, la costumbre de pasar horas discutiendo en un bar, perdiendo el tiempo, leyendo por el sólo placer de leer?
Pensaba en todo esto, al ver en Babelia un libro que acaba de aparecer en España: Poética del café, de Antoni Martí Monterde. Según el artículo en cuestión, el libro estudia las distintas imágenes de esa institución entre comercial y literaria que es el bar, el uso que hicieron un sinnúmero de escritores, y el estilo de los cafés españoles y franceses. Quizá sea injusto (mejor dicho: puedo afirmar que lo que voy a decir es injusto) pero intuyo que estamos en presencia del clásico libro que uno ya leyó, sin haberlo leído. Me imagino un ensayo sobre la modernidad (¡otro ensayo sobre la modernidad!), sobre la importancia del espacio público y su relación con la bohemia, y sobre la soledad mundana del escritor. Si es injusto, pido disculpas (y si no, también), pero ocurre que hay una cierta tradición contemporánea que convirtió al ensayo en un género obvio, pasteurizado, tranquilizador, en nombre de valores como el humanismo, los ideales ilustrados y la supuesta erudición (que se termina reduciendo a un uso libre del ejercicio etimológico). Libros como los de Georges Steiner o los de Claudio Magris son la prueba cotidiana de ese ensayismo dirigido a bibliotecas de señores cultos, bien pensantes, aposentados en sus sillones. Todos tienen un aire de melancolía y pérdida (¡ah, no hay más bares como los de Viena fin de siècle!) pero en realidad lo único que añoran es la burguesidad del mundo anterior a la catástrofe (como si no hubiera relación entre lo uno y lo otro).
Ya que estoy hablando sobre bares, me tomo el atrevimiento de narrar una anécdota de Héctor Libertella, que alguna vez se la escuché contar a su amigo Ricardo Strafacce. A Libertella le gustaba el whisky. En el bar donde paraba en Palermo (el Varela Varelita) pedía siempre J&B. Un día, haciendo uso de esas iniciales, decidió llamarlo José Bianco, en honor al escritor y eterno jefe de redacción de Sur. Por supuesto que el nombre rápidamente mutó en Pepe Bianco, así que cada vez que quería otro trago, llamaba al mozo y le pedía “otro Pepe Bianco”. Al instante, los mozos comenzaron a llamarlo así, y todavía hoy, con Libertella ya muerto, cada vez que un parroquiano pide un J&B, se escucha al mozo gritar “¡Marche un Pepe Bianco!”.
Siguiendo con el anecdotario, un amigo escritor, crítico con todo el mundo, especie de Guillermo Nimo en pose de “por lo menos así lo veo yo”, me decía el otro día que a los bares hoy sólo van turistas y chicas modernas con las uñas pintadas de rojo y sus notebooks con wi-fi. Suponía así que la conversación sobre todo y sobre nada (es decir, la antesala de la literatura) estaba entrando en su fase terminal. Es cierto: del turismo nada bueno se puede esperar. Pero de esa chica que va al bar, en cambio, se puede esperar lo mejor. Poco importa si en esa computadora inalámbrica se está escribiendo la gran literatura del futuro o si simplemente se mandan mails que el olvido pronto borrará. Importa, sí, que perdure la experiencia de leer, escribir o charlar en un bar. La experiencia de compartir con los demás el silencio de nuestros pensamientos.