Un acuerdo solo es posible cuando el interés de ambas partes está asegurado. En su libro La promesa de la política, la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) recuerda esta verdad sencilla y olvidada al reiterar su idea de que todo empeño político legítimo debería estar orientado por la finalidad de que una comunidad humana pueda convivir en la pluralidad y la diversidad. Por lo tanto, la flexibilidad (no confundir con oportunismo, ventajismo, genuflexión o manipulación) tendría que ser un elemento esencial en la acción política. “Las metas de una política nunca son sino líneas de orientación y directrices que, como tales, no se dan por fijas, sino que más bien varían constantemente su configuración al entrar en contacto con las de otros que también tienen las suyas”, escribe Arendt. Cuando las líneas directrices y las metas se vuelven rígidas e inmutables se abre el espacio para la aparición de la violencia en cualquiera de sus múltiples formas.
La historia argentina es pródiga en ejemplos de cómo la intransigencia (que en el resto del planeta suele ser sinónimo de rigidez e intolerancia y aquí se acostumbra a menear como una virtud) impide el logro de acuerdos esenciales y la construcción de una visión común, además de propiciar climas, situaciones y actos violentos, tanto de palabra como de hecho. Gracias a eso el país carece de políticas de Estado, cada gobierno se propone como nuevo fundador de la nación antes de terminar fundiéndola y cargando las culpas sobre el anterior, en una suerte eterno retorno que profundiza el resentimiento de unos hacia otros y amplía hasta el infinito en la sociedad el horizonte del desaliento y la desesperanza.
Entrevistado la semana pasada por Sofía Diamante en el suplemento económico del diario La Nación, el politólogo e historiador Daniel Kerner (coautor con la economista Marina Dal Poggeto del libro Tiempo perdido de la herencia, el manejo de la herencia y el manejo de la herencia de la herencia) reflexionaba: “Las elecciones de 2015, de 2019 y las que acaban de pasar mostraron que los votantes están buscando a alguien que les resuelva los problemas. Si los gobiernos de turno no lo hacen perderán las elecciones y aparecerá otro”. Cada uno a su manera, tanto la coalición gobernante como la opositora parecen psicóticamente ajenas a esta evidencia confirmada por los hechos en las elecciones presidenciales de 2019 y en las parlamentarias de 2021. El gobierno continúa celebrando su derrota en eventos de forzada masividad, que en la superficie niegan la realidad y en el fondo procuran ocultar, además de sus variadas malas praxis, sus inocultables guerras intestinas cuya víctima es toda la sociedad. Y en la oposición parece haberse desatado un delirio futurista que los hace creerse ya ganadores de las elecciones de 2023, con una anticipación imposible en un país donde los días son años, y ponen en marcha, a la manera de jaurías famélicas, sus propias y desvergonzadas riñas por espacios de un poder con el que en la realidad no cuentan. Ahí están tanto los tironeos avícolas entre halcones y palomas dentro del Pro como, por otro lado, las reyertas entre radicales antiguos y novedosos (este último equipo incluye a Martín Lousteau, versión opositora del siempre tornadizo Sergio Massa) con amenaza de puñetazos incluida.
Puede ser que estos espectáculos degradantes de la política tal como la analiza Arendt en su estudio entretengan a los núcleos duros de votantes de ambas coaliciones, pero están lejos de convocar a la mayoría silenciosa que decide las elecciones y a la cual los encuestadores llaman “indecisos”. En esa masa crítica de la sociedad se extiende la dolorosa certeza de que no será de estos reservorios de la política más rancia, tóxica e inoperante de donde vendrá la solución a los problemas que fermentan y que carcomen cualquier esperanza sobre el porvenir colectivo.
En el final de su libro Arendt incluye a la política como una herramienta para humanizar el mundo, para salir del desierto, y no para huir hacia él.
*Escritor y periodista.