La primera reacción después del gol de Lionel Messi a Brasil en el minuto 46 del segundo tiempo en Qatar fue la de decir: “¡Por fin!”. Es difícil transitar por la deuda que Messi tiene con la Selección sin que cualquiera piense que uno duda de sus condiciones. Reitero que el torneo español me aburre muchísimo; me parece desparejo, previsible y mediocre. Salvo el Barcelona, el Real Madrid, a veces el Valencia (que esta temporada encima vendió a David Villa, su principal figura, al Barcelona), otras veces el Atlético de Madrid y de vez en cuando el Villarreal, el resto juega muy pero muy mal. Hay equipos que son tan malos que uno no puede creer que la liga sea llamada “de las estrellas”.
Messi juega en esa liga y los periodistas –no el público más futbolero– le cuenta todos los récords que acumula cada fin de semana. Es lógico que a Messi le cueste más en la Selección que en su club, y es cierto que el Barça tiene un colchón táctico, estratégico y anímico que la Selección no tiene todavía. También, que Xavi e Iniesta llevan la bandera de la organización del fútbol en el cuadro catalán y que Leo está para la resolución y que Argentina lo espera casi todo de él, incluso lo que hacen Xavi e Iniesta en su club. El carácter en Barcelona lo impone su capitán, Carles Puyol. Acá, en la Selección, esto aún no está claro. El capitán, Mascherano, es el supuesto líder de un equipo que está en vías de armarse. Pero el nivel oscilante del Jefecito, con presencia intermitente en su equipo, hace que su liderazgo no termine de afirmarse. Desde afuera se ve más a Heinze como el que lleva la voz cantante que al propio Mascherano, casualmente compañero de Messi en el Barcelona. Pero el defensor del Olympique de Marsella no goza de la gracia del hincha argentino. Entonces, la banda de capitán la lleva un futbolista con pasado en River y sin tanta resistencia como Heinze. Pero el líder del equipo es Heinze, sin dudas. Esta indefinición en el liderazgo roza a Messi en algún punto. Porque al no haber una cabeza definida –Mascherano no siempre juega bien, Heinze no entra en el supuesto gusto del público– la gente pretende que la bandera la tome Messi. Y Messi no está para tomar ninguna bandera ni para armar juego. No es su función. O, al menos, no debería serla. Messi es un delantero. Es el mejor delantero del mundo, hace cosas que no hace nadie. Juega en el que para muchos es el mejor equipo del mundo y, cuando no está en la cancha, el Barcelona no parece el mismo. Pero no es el líder. No está para eso. Ustedes dirán: “Maradona era el mejor, el capitán y el líder”. Era Maradona. Aún hoy no fue superado ni igualado por nadie, ni siquiera por Messi.
El hecho de que Messi no esté para ser el capitán y líder anímico o que sea delantero y no un volante de gran recorrido no le quita ni un ápice de sus condiciones. Tampoco reduce su capacidad que en el Mundial haya jugado bien en lo más sencillo y fracasado en lo más complejo. Hay un sinfín de cosas que podrían explicar esto, desde la falta de una compañía adecuada hasta que fue marcado como no lo es en el fútbol español, pasando por entrenadores que tal vez no le encuentren el puesto justo. O que los entrenadores –le pasó a Diego– pretendan que “juegue como en el Barça” sin armar a su alrededor un equipo que “juegue como el Barça”. En descargo de los técnicos de la Selección, digamos que Pep Guardiola lo tiene todos los días y los entrenadores nacionales apenas un puñado de jornadas, a las apuradas y después de viajes extenuantes.
El “¡por fin!” del comienzo tiene que ver con que Messi hizo en Qatar lo que tiene que hacer: goles decisivos contra grandes rivales para definir partidos importantes. Dirán que el del miércoles fue un amistoso y tendrán razón, en términos objetivos. Pero la realidad es que fue un partido contra Brasil, entre formaciones titulares ellos, con un resultado abierto y un trámite cerrado. Y el resultado y la victoria argentina los abrió Messi. El partido lo ganó Messi. Argentina no jugó bien, defendió mal, no recuperó en el medio y tuvo apenas un par de situaciones. Fue superado por Brasil en lo que los periodistas llamamos “trámite”. El único argentino que estuvo a la altura de un partido ante Brasil, después de cinco años sin ganarle, fue Lionel Messi. No fue Maradona contra los ingleses en el Mundial ’86 ni mucho menos. Ni siquiera fue Caniggia ante Brasil en el ’90. Pero lo que hizo le bastó para ponerse por encima de los demás. Es decir, pudo estar en el escalón alto en el que Messi está por lo que hace todos los fines de semana. En la Selección argentina esto le ocurrió muy pocas veces y con contextos muy favorables, como en la Copa América 2007. Se consiguieron resultados positivos engañosos contra rivales débiles o debilitados y, en cuanto tocó un adversario serio –Brasil– perdimos de manera concluyente. Messi fue sublimado hasta el paroxismo por picarle la pelota al arquero de México, pero no respondió en la final. Ahí fue cuando le cayeron encima. Lo mismo pasó en el pasado Mundial de Sudáfrica.
Es hora de que Messi comience a desandar el camino lleno de gloria que todos creemos que le espera con la camiseta celeste y blanca. Esa victoria que nos regaló a todos los que estábamos viendo cómo el partido con Brasil se extinguía en un 0-0 más nos llevó a decir el esperado “¡por fin!”.
Y, también, que el partido con Brasil lo ganó Lionel Messi. Argentina tuvo, al fin, su propia versión de Messi.