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Por qué no soy cristiano

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El abuelo Miguel no era alto pero sí ancho y flaco y fibroso; le gustaba pasearse en musculosa de algodón, y sospecho que la finura de su bigote le servía para ciertos usos de galán que tal vez se apreciaban mejor fuera que dentro de su casa, o tal vez se tratara simplemente de los usos de una época cuyo estilo no era perceptible aún para mí, un mocoso de barrio de calles de tierra que apenas sospechaba de la dimensión del Universo cuando los domingos escuchaba sonar las campanas de la iglesia de los Agustinianos aclarando el aire y confundiendo las mentes al llamar a misa. Dios existía de algún modo aunque yo no ingiriera la desabrida hostia de sus argumentos, y de algún modo también su figura se suplía debido a una operación escasamente metafísica que hacía mi abuelo y que a mi hermana y a mí nos tenía fascinados. El abuelo Miguel agarraba una manzana, roja y jugosa, como los viejos alquimistas tomaban una pequeña esfera redonda para dominar las potencias y los secretos del mundo, y haciendo girar en sentido inverso cada mano, con un movimiento exacto, un perfecto golpe seco, partía la manzana en dos mitades, una para mí, otra para Claudia. Los orbes metafísicos se pliegan con tanto acuerdo a las leyes de la realidad, que a mi hermana y a mí ni se nos ocurría establecer relación alguna entre el tamaño de la mano y la densidad de la fruta a partir. Se trataba de los órdenes de la magia. Si para la Biblia en el principio fue el verbo, para nosotros era el acto del abuelo Miguel aquello que lo ponía en el lugar de Dios, descendido a la tierra para maravillarnos.

Y así, como vivíamos casi todos juntos en una casa grande, el contacto diario con lo divino estaba garantizado. Los domingos, además, llegaban los tíos y los primos y nos reuníamos a almorzar debajo del emparrado. Era una fiesta pisotear las hojas de vid crujientes, ver cómo se armaba la mesa –que incluía el elixir de la época: Refrescola diluida con soda de sifón de vidrio densamente azul, como los icebergs más antiguos, o verde agua de las vacaciones en Mar del Plata–, cómo mi tía Noemí aliñaba con limón exprimido las ensaladas de lechuga fresca, el jugoso tomate y la cebolla perfumada, mientras mi abuela rebanaba en alineaciones perfectas las tiras de papa a freír. Algunas veces, también, mi tío Arón traía una palangana de metal donde iba arrojando las uvas chinches recién cortadas de la parra, y luego nos hacía caminar sobre las uvas hasta aplastarlas para lograr el dulzón vino patero que a los niños nos parecía delicioso –¡nuestros primeros alcoholes!– y al resto de los adultos les resultaba francamente un asco. En esas dichas de la unidad familiar, sin embargo, por la vía peligrosa de la cultura, ya se había colado para mí el virus de la discordia. En casa recibíamos la edición semanal de los fascículos de la Pinacoteca de los genios, una colección de obras de grandes pintores exaltada por el análisis crítico y la reseña biográfica de los artistas, y en ese repaso semanal me había consumido buena parte de la imaginería pictórica de la Edad Media y el Renacimiento, con sus mitos griegos de gordas en cueros entregadas a la devoción de angelitos nada inocentes, pero también con nutridas representaciones de vírgenes dolientes y santos y Cristos crucificados, flechados, decapitados, o elevándose al cielo en medio de nubes, rayos y tormentas. De estas últimas yo había extraído y extrapolado, sobre todo, la representación gastronómica de la Ultima Cena, con Cristo en el centro, partiendo el pan, y los apóstoles a su flanco, conversando, o en éxtasis, o morfando, y aplicándola mental y lingüísticamente a mi propia experiencia –de la Ultima Cena a la Escena Familiar–, había derivado en que nosotros éramos una especie de ilustración en movimiento de la pintura de Leonardo Da Vinci. Claro que en la mesa pictórica está Cristo-Dios y están sus elegidos. En cambio, quien mira permanece fuera de lo mirado. Para un niño, el mundo es una exterioridad. Si Dios y Cristo y los apóstoles son los que están, y uno queda apartado de la mesa, ¿por qué vamos a creer en los argumentos de la teología?

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