Y no, por supuesto que no. Creo firmemente que no se puede confiar en quien no sabe usar el lenguaje. El lenguaje, querida señora, fue lo que nos hizo humanos. No le crea a quien le dice que fuimos humanos cuando nos pusimos de pie, erguidos ante el mundo. Muy bonito, pero cuando nos pusimos de pie lo único que conquistamos fue el lumbago, no el nuevo rango de mujeres y hombres que venían a reemplazar a los homínidos. Cuando dejamos de gruñir y de aullar para decir “vamos a cazar al tigre”, ahí aparecimos usted y yo (es un decir) y los candidatos y las candidatas (también es un decir) que tratan de embelesarnos ¿con qué?, con bellas palabras, con el lenguaje.
Pero ante un señor que usa mal el instrumento con el que trata de ganar mi aprobación, yo retrocedo desconfiada, casi le diría que espantada. ¿Qué me está diciendo? Si Ronald Searle decía “Nunca podrás comprender un idioma si no comprendes por lo menos dos”, lo que yo veo detrás de sus torpes palabras es que no sabe lo que está diciendo, y peor, que no le importa. Veo que lo que quiere es que yo apruebe lo que dice, le crea, y por lo tanto le ponga mi voto. Por eso le digo no, por supuesto que no.
No sólo no mi voto, sino que tampoco mi benevolencia. Y que no me venga con eso que dicen ciertos chicos, “total, se entiende lo que digo”, otra vez no. No se trata de eso. Se trata de que oyendo hablar a ese individuo que no sabe usar el subjuntivo y que ni siquiera sabe lo que es, yo me doy cuenta de que no ha leído un solo libro en su vida, ni uno solo. Y que por lo tanto no ha visto nada más que la mitad del mundo, qué digo la mitad: la milésima parte. Ha visto, oído, tocado sólo la partecita ínfima que le interesa, la que él cree que me va a llevar a otorgarle mi confianza. Del resto no sabe nada y no quiere saberlo. No sabe usar el lenguaje, no sabe pensar. ¿Y a un tipo como ése le voy a dar mi voto? No, por supuesto que no.