COLUMNISTAS

Por una literatura en disidencia

|

Hay una vieja película de los hermanos Marx en la que viajan de polizones en un barco. Es un transatlántico de lujo, inmenso, maravilloso. De repente, el capitán se da cuenta de que hay tres pasajeros de más y ordena encontrarlos. Comienza una persecución llena de accidentes y peripecias, hasta que Groucho, por azar, termina escondido en la habitación donde se cambian los camareros. Decide entonces vestirse de camarero hasta que, obviamente, el capitán se vuelve a dar cuenta de la situación. Por los altoparlantes llama a todos los camareros a presentarse en el puente, con la esperanza de develar el misterio y atrapar al polizón. Hay un corte, y la toma siguiente muestra a los camareros formados de frente a la cámara. Es un lento paneo de izquierda a derecha en el que se los va viendo uno a uno: altos, esbeltos, elegantes, distinguidos. Hasta que la cámara llega al último: es Groucho, fumando un puro, mal peinado, inclinado, con una bandeja en la mano a la que apenas puede sostener, completamente fuera de lugar.
Hay escondido en esa escena un pensamiento poderoso para la literatura, o al menos para el tipo de literatura que me interesa leer. La literatura como una forma de inadecuación frente al mundo, como un desajuste frente al estado de las cosas. La literatura atravesada por una tensión extrema: por un lado, el deseo de ser aceptada, de parecer un camarero como los demás; pero a la vez, la imposibilidad efectiva de ser aceptada, de integrarse al sentido común, el impedimento para ser eficiente, adecuada y pertinente. Un poco como en la frase de Barthes: “Loco no puedo, cuerdo no querría, sólo soy siendo neurótico”.

Desear que la literatura tenga una relación íntima con el malestar, con la negatividad, con la inadecuación, supone sospechar a fondo de, al menos, dos de los lugares centrales por donde parece moverse la literatura de nuestro tiempo. El primero es la herencia de los escritores biempensantes, del escritor comprometido, en sus diferentes reformulaciones. Esta familia ha sufrido un largo pero sostenido proceso de degradación, acorde con la degradación del pensamiento de buena parte de las izquierdas contemporáneas, al menos en sus versiones gubernamentales (a pocas cosas temo más que al progresismo gobernando). Somos testigos inclusive de esta paradoja: mientras que el escritor comprometido tradicional (el de los 50 y 60) lo estaba en nombre del futuro, del porvenir, de la revolución, nuestros escritores comprometidos de hoy lo están con la memoria, con la preservación, con la conservación. Entre conservación y conservadurismo hay sólo un paso; y allí deambulan los escritores defendiendo altísimas nobles causas y, en nombre de ellas, entregándonos un sinfín de textos convencionales, carentes de riesgo, repletos de lugares comunes. De todos los aspectos que incluía la noción de compromiso, han retenido sólo uno, su carácter moral, o mejor dicho moralizador: especie de homilía laica sobre la memoria entendida no como un campo de batalla, sino más bien como una abstracción a preservar, un Parque Jurásico de las buenas intenciones biempensantes.
El segundo lugar central, sobre el que no vale la pena ni siquiera entrar en detalles, es el del escritor convertido en publicista del presente. El escritor que hace los deberes con corrección, que funciona bajo el ideal de eficiencia: supone que el lenguaje de la novela puede ser eficiente (como lo es el lenguaje de la empresa, la economía y la comunicación de masas) y que las cosas son como son, sin más, sin ninguna otra expectativa.
¿Es posible todavía imaginar una literatura en disidencia con el presente y con el auge de la memoria pasteurizada? ¿Una literatura que se instale en la incomodidad, en la paradoja, en la negatividad?

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite