Cuando Manuel tenía cuatro años, su papá, Petucho, se suicidó con un tiro en el corazón. No podía soportar la pena. Sus hermanos habían sido muertos por la Triple A. El pequeño Manuel quedó postrado en cama con un asma que dura hasta el presente, escondido en una habitación encortinada donde tenía un timbre para llamar a alguien cada vez que se le acababan la comida, el agua, el aire. Manuel lo recuerda como una situación privilegiada. “Yo era un príncipe”, dice. “Siempre venía alguien”. En la penumbra miraba una y otra vez El globo rojo, y esa película se convertiría en su aleph, su cima, su sima y su refugio. Todos los niños tienen esos recursos. Yo no puedo dejar de ver el último dibujo de Saint-Exupéry en El Principito sin romper en llanto. Son sólo dos líneas en un papel. El paisaje más triste del mundo, dice Exupéry, el último lugar de la tierra, el sitio del desierto en el que el Principito desaparecería para siempre. El paisaje perdido de la infancia.
Podríamos no haber sabido nunca nada de Manuel Araya en su Inriville natal, en la frontera sojera entre Santa Fe y Córdoba. Pero años después, ahora mismo, Marcos López cree recordar unas fotos intrigantes cuando la Fototeca Latinoamericana (FoLa) le propone apadrinar una muestra en la que desgranar la relación maestro-alumno. “Peligro de influencia” es el lema de semejante exhibición de Araya. Dice Marcos López: “Lo acusan a Araya de copiarme a mí, que declaro abiertamente copiar a Warhol, a Martin Parr, a Jeff Wall, a Almodóvar...”.
El asunto de la identidad es otra paradoja en manos de este monstruo bicéfalo López-Araya en FoLa. Porque ¿qué es la identidad? López señala que el pueblito entrañable del que es oriundo Araya, llamado Inriville en honor de su bisabuelo fundador, Inri Araya (quien –según el mito– compraba el ganado campeón de la Rural para hacérselo a la parrilla con sus amigos) no se pronuncia en francés sino inrivishe, y allí se funda ese punto ciego de toda identidad nacional: una expresión desviada de aquel canon que es de otros, un derrape como error grosero y orgulloso, como puñalada en el corazón fofo de Sarmiento. Sí: el pueblo se llamaba “Villa de Inri”, pero Sarmiento pasó por allí e hizo lo propio: lo afrancesó. Hasta que la venganza pampeana, como un cardo, lo vacunó de hablar canyengue: le dio “identidad” al pueblo, resumió su esencia en esa desviación que ahora es “lo propio”.
¿Cómo no iba a dedicarse a la fotografía criado desde los 4 años en una camera obscura? ¿Y cómo no explicitar en su fotografía los supuestos marcoslopecianos si Inrivishe se parece “naturalmente” a lo que en las fotos de Marcos López es “manipulado” con arte y con argucias? En una de sus fotos, Araya recompone el mito de la Cautiva: tres motoqueros sesentones, gordos y lentísimos, con pañuelo de albañil en la cabeza y motos secuestradas del desguace, llevan en romántica pose a una blanca, vestida ella de Ofelia, todos enamorados de todos, incluso del yuyal.
Marcos López presenta a Manuel Araya que presenta a Inrivishe que es la escenografía natural del arte de Marcos López: el pop latino. Araya es muy joven (creo que tiene 25 años) y no sabe aún si se dedicará a la fotografía. Cuando agarra la guitarra esto se entiende: su pasión, su precisión, su actuación, su estar allí, su fina ironía en el canto arrancan lágrimas. Todo es genuino en Araya. No hay impostura. Que el resultado parezca un constructo es sólo parte del misterio enorme del arte, que a veces ilumina lo contrario de lo que se proponen sus hacedores.
Me ha tocado presentar a Araya y en vez de una mesa con tres vasos de agua, López concibió una bienvenida delirante en la que oficié de maestro de ceremonias, vestido de crítico de arte del siglo XIX. Mi hijo de 4 años, la edad en la que Araya asumió el asma como arma, destruyó el día anterior un envase de telgopor y tratamos de tirar las pelotitas incansables por el inodoro. Fue un error. Lo etéreo flota y resiste a todo el remolino. Así ocurre con el pop latino nombrado, fraguado por López. Y con la identidad, que es una proyección de los otros sobre un yo vacío. ¿Cómo desprenderse de ambas cosas? ¿Y para qué?