El optimismo es un estado de ánimo, una predisposición espiritual y humana basada en el deseo y no en la razón. Aún así, al calor del anodino juego posicional “cambio” o “continuidad”, el término trocó en componente político. En esta línea argumentan no pocos dirigentes políticos y ciertos intelectuales. Unos y otros, desde el oficialismo o la oposición, le confieren a la ilusión ciudadana un lugar central, una dimensión desde la cual mirar el presente y diseñar el futuro. En este marco, se impone un enfoque más amplio sobre dichos actores.
En líneas generales, puede afirmarse que políticos y académicos se definen por oposición mutua. Los primeros, militan activamente, ocupan cargos electivos o de gestión y buscan transformar la realidad desde el ejercicio del poder real. Los segundos, amparados en la cavilación de raíz multidisciplinaria, arman sentido, vale decir: desarrollan ideas y elaboran teorías que sirven de herramientas para interpretar procesos, hechos o circunstancias puntuales. En el juego de las particularidades, en tanto, resulta clave la convalidación social. El dirigente partidario, para alcanzar tal condición, necesita reconocimiento popular y respaldo en las urnas. Como se sabe, además de ser muestra de soberanía, los votos prestigian y alimentan el ego del hombre público, permitiéndole fantasear con la dimensión histórica de su figura. El pensador, en cambio, lejos de la marquesina electoral, apuesta a la valoración subjetiva de su intelecto y la dimensión histórica de su obra. En ello hay también cierto egocentrismo cultural.
El discurso es otra variable distintiva. Las endebles estructuras partidarias han mellado la excelencia dirigencial, dejando en desuso el parámetro positivo de la elite gobernante: aquella que desde la movilidad social ascendente que garantiza la educación y la igualdad de oportunidades adquiriere un cúmulo de saberes y el interés por los temas públicos. Emerge así una indisimulable degradación lingüística, argumental y analítica del mensaje político El mismo parece estar direccionado, casi exclusivamente, a los sectores más postergados que, paradójicamente, no dejan de aumentar su volumen. Mientras tanto, la retórica ilustrada, fiel a su dinámica de reproducción, tiene como interlocutor preferencial al ahora llamado “círculo rojo”. A su manera, ambos sistemas de interpelación incurren en el sectarismo. La ideología es otro parteaguas. En el político, la doctrina constituye el corpus filosófico desde el que se explican y fundamentan las decisiones tomadas en función de la representatividad que detenta. Como contrapartida, en la esfera del pensamiento la convicción y las ideas empujan los cuestionamientos, cimentando la interrogación permanente, por encima de las coincidencias con determinado proyecto.
En tiempos donde el optimismo es un factor electoral y una variable política, es preciso poner en crisis el enfoque voluntarista. Toda vez que el discurso hace de la confianza y sus variantes un valor en sí mismo, el emisor queda preso de un inconducente arresto sentimental. Esta situación, además de reflejar una estrategia de comunicación frente al receptor, patentiza la intencionalidad del mensaje: no hablar de política, renunciar al debate. Entretanto, en el campo de la erudición, la esperanza es un elemento ajeno, un engaño que, al igual que la pasión, obtura el espíritu crítico y la capacidad de cuestionar el orden establecido. Cuando eso ocurre, como ahora, el dirigente se vuelve predicador de buenas noticias y el intelectual agente de justificación del oficialismo de turno. Entonces, volver al pesimismo de la razón se hace imprescindible. Sólo así ambos podrán hacer un honesto aporte a la sociedad.
*Comunicación Social (UNLP). Miembro del Club Político Argentino.