Hace poco estuve en el cumpleaños de una nena de siete años. De repente se acercó a nuestra mesa (la mesa de los grandes: café, medialunas rellenas con jamón y queso, ningún cenicero) y al pasar escuchó algo de lo que veníamos diciendo, en especial una palabra. “¿Qué es ‘maniqueo’?”, preguntó. Uno de los grandes dijo que es “la tendencia a reducir la realidad a una oposición entre el bien y el mal absolutos”. Pero la nena repreguntó: “¿Cómo?”. Entonces, otro de los grandes respondió: “Por ejemplo, cuando un senador de la oposición vota con el oficialismo, los pequeños diarios de los grandes multimedios dicen que fue corrompido, amenazado, apretado; en cambio, cuando una senadora oficialista da quórum con la oposición, se la presenta como una heroína, alguien que puso su vida poco menos que en riesgo”. Pero, como era de prever, la nena siguió sin comprender. El grande propuso, entonces, otro ejemplo: “Cuando hay una sentencia en contra de los intereses de la oposición o de esos propios medios, se lo presenta como ‘una decisión de un juez’; mientras que cuando hay un fallo a favor, se lo publicita como ‘un veredicto de La Justicia’”. Pero la nena entendió aún menos (mucho más cuando el resto de los grandes se desinteresó del asunto y se embarcó en una discusión acerca de si la forma mediática del maniqueísmo no se debía, antes que a la defensa del algún republicanismo, a la salvaguarda de intereses económicos tan concretos como amenazados). De repente, me quedé solo frente a la nena que, sanguchito en mano, esperaba alguna respuesta. Seriamente, dije: “Un libro bien escrito nunca es maniqueo”. No sé si mi seriedad causó algún efecto de autoridad o algo así, pero lo cierto es que la nena se dio por satisfecha y se fue, sin más preguntas. Y luego, respiré aliviado. Aunque no tanto. Volvió, supuse que con alguna nueva pregunta, pero por suerte, no: simplemente el baño estaba a mis espaldas. Y entonces, pensé: “Si me hubiera preguntado algo, ¿qué habría sido?”. La respuesta es fácil: “¿Qué es un libro bien escrito?”. Es una pena que no lo hiciera, hubiera tenido una lista casi infinita de ejemplos, pero creo que le hubiera contestado con el último leído que cumple ese requisito: Hacia una vida intensa. Una historia de la sensibilidad vitalista, de María Pía López, recientemente publicado por Eudeba.
Es anómala su buena escritura, porque antes fue una tesis de doctorado (las tesis no están escritas para ser leídas, sino para ser aprobadas). Pero el arte de López consiste en pensar la investigación imbricada con la escritura, el ensayo con el pensamiento, todo en un único movimiento. Situación que también es metodológica o, mejor dicho, es también una apuesta por una cierta mirada política frente a la memoria y al mercado editorial: “Tratamos con papeles viejos, libros que en muchos casos cayeron en el olvido merecido, restos arqueológicos de una cultura, junto con otros que aún seducen a generaciones de lectores (…) Pensé que era necesario someterlos a las mismas preguntas, sea cual sea su destino posterior”. Y las preguntas a los que los somete López no dejan de ser arriesgadas, como atrevido es pensar el vitalismo en otros términos que no sean los de su devenir fascista. Pero así como un cierto pensamiento (Blanchot, Nancy, Esposito) hace décadas que viene reflexionando sobre la noción de comunidad por un estrecho desfiladero que, si se mira hacia adelante, conduce a una reflexión radical sobre lo “en común”, pero que si se mira hacia abajo, termina en el nazismo o en el cristianismo, igual López corre ese riesgo con el vitalismo al imaginarlo como un llamado “a lo indeterminado, a lo increado del mundo”. Porque pensar a contracorriente es también una arriesgada operación política.