Como escribo en diarios y revistas de gran tirada desde que empecé en el periodismo, estoy acostumbrada a que mi trabajo se lea bajo el supuesto de estar horrorosamente condicionado por la hegemonía informativa. Hay quienes confrontan a los diarios más leídos del país con lo que denominan “medios independientes”, en general autopromocionados como trasparentes, en contacto con el público, modernos y, sobre todo, bien intencionados. Es cierto que hay blogs, pequeñas revistas y editoriales o youtubers y podcasters autogestivos que constituyen una suerte de minúsculo reservorio de lo que puede acercarse a una libertad de expresión completa. Pero creer en la independencia adjudicada a medios financiados por sindicatos, empresas, agrupaciones políticas, fundaciones o multimedios extranjeros –todos con intereses propios y para nada gratuitos– es un poco baladí.
En un par de artículos publicados el mes pasado en el portal Paco Urondo (que, lejos de ocultar sesgos, se define como “periodismo militante”) se dio a conocer algo que muchos periodistas sabemos, pero que es menos evidente para el común, en torno al dinero que invierte la NED (Fundación para la Democracia, históricamente ligada al Departamento de Estado norteamericano) en universidades de GBA y medios presentados como antítesis de lo “hegemónico”, tipo –la cada día más vegana– revista Anfibia o la no tan prestigiosa Cosecha Roja. Algunos contactos estrechos de esos medios salieron a decir que la ruta del dinero no importa, pues no condiciona los contenidos, pero, curiosamente, la cosa cambia cuando se habla de casi cualquiera de los grandes diarios, en los que el dinero y los intereses corporativos parecen capaces de determinar hasta la última coma que un periodista escribe. La palabra “independiente” prestigia, sin que importe su uso falaz, publicaciones que, como bien decían los artículos de Paco Urondo, representan los intereses del establishment que solo se critican bajo los términos y condiciones que ¡el propio establishment impone y delimita!
Esta doble vara para medir la idoneidad de un trabajo periodístico es deshonesta y empobrecedora, pero la solución, por suerte, es fácil: o admitimos que todos los medios que pagan (e incluso muchos que no) reciben dinero de actores que no son precisamente defensores de la prensa independiente y la libertad, o hacemos la gran WikiLeaks y nos bancamos las consecuencias.