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Femicidio, según Victoria

26-10-2020-Logo Perfil
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Muy cerca de la redacción de este diario está la iglesia Santa Felicitas, erguida en honor a Felicitas Guerrero, catalogada como una de las mujeres “más bellas de Buenos Aires”, en los medios de 1860. La historia detrás de su edificación resulta inquietante en un tiempo como el nuestro, en el que contamos con la figura legal de femicidio y en el que tantas feministas aseguran que “la mejor iglesia es la que arde”. Pero quizás más inquietante resulta el relato de Victoria Ocampo, descendiente de Enrique Ocampo, el hombre que mató a Felicitas en 1872. “Este joven –cuenta Victoria– se enamoró perdidamente (es decir, para su perdición y la de su amada), de Felicitas, viuda de Martín Álzaga, hombre acaudalado (...) Felicitas (según dicen) no parecía indiferente a las declaraciones de amor del joven Ocampo. Sin embargo, un buen día (malo para los dos) se enfriaron las relaciones... ¿Por qué? Dicen... Pero ¡Qué hay de cierto en lo que la gente suele decir! Felicitas se fue a su o a sus estancias, heredadas de Álzaga, a orillas del Salado.”

Además de un exceso de signos de puntuación, en el texto de Victoria hay muchas apreciaciones jocosas como las que hace sobre la estancia familiar La Postrera: “Llevaba este extraño y fatídico nombre: (casi la pénultième de Mallarmé)” o sobre la sumisión que se esperaba de las mujeres en el siglo XIX: “No la quemaron en la pira del marido, hay que reconocerlo. Por lo tanto, se podía dar por bien servida”. 

A la bella Felicitas la habían casado siendo adolescente con don Álzaga, que esa altura era un viejo rico, con el que tuvo dos hijos. Actualmente, la iglesia seudo gótica de Barracas les rinde honores con unas estatuas esculpidas en mármol de Carrara que conviven entre vírgenes, Cristos y santos. 

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En una crónica publicada en Caras y Caretas en 1903, se especifica que la joven había sido “solicitada por don Martín de Álzaga, anciano respetable por su posición social, por la tradicionalidad de su nombre y especialmente por los sesenta millones de pesos de la antigua moneda con que contaba su patrimonio saneado”. 

En su versión de los hechos, Victoria coincide en que la fortuna heredada era enorme y aclara que, sumada a la belleza, transformó a la viuda en “un objeto muy codiciado”, en tanto añade que, muerto el marido, “gozaba, suponemos, de la muy relativa libertad concedida, en esos tiempos de barbarie (respecto a la mujer), a una viuda joven de la alta clase social”. 

La partida de Felicitas al campo no fue en solitario. Un séquito entre el que figuraban parientes de María Rosa Oliver, quien sería íntima de las hermanas Ocampo, la acompañaba. Dice Victoria que en uno de los paseos que la troupe patricia realizaba diariamente “la lluvia cayó como cortina opaca y a pesar de que Felicitas y sus amigos iban acompañados por baqueanos a caballo, se perdieron. Cuando ya no sabían qué hacer –continúa– salió de los truenos, de los relámpagos, de las cataratas de agua, como un personaje del Walhalla wagneriano, un joven jinete de poncho, caballeresco y empapado”. El jinete era Samuel Sáenz Valiente con quien Felicitas se comprometió poco después. A todo esto, en la ciudad de Buenos Aires, que en ese entonces tenía mucho de pueblo chico e infierno grande, los rumores comenzaron a circular, llegando a oídos de Enrique, el proto femicida. 

“Cuando se enteró de que un rival afortunado le había arrebatado a Felicitas –explica Victoria– enloqueció de celos. Poco después de circular la noticia del compromiso, se encontró en la calle con Guerrero (padre) y le advirtió: Dígale a Felicitas que la voy a matar. El padre no tomó en serio aquella amenaza.” 

Tampoco lo hizo Felicitas, quien accedió a recibirlo a solas en su casa días más tarde. Enrique le pegó un tiro y se suicidó, aunque Victoria aclara que pudieron haberlo matado “como a un perro rabioso”. 

Piadosa con su pariente, remata su versión de los hechos con las frases: “Éste me parece un clásico crimen pasional de folletín. Absuelvo a Enrique de toda intención de apoderarse de los campos de la viuda de Álzaga. No era un chasseur de dote. Ni un burgués interesado. Tal vez era un demente. Demente por pasión amorosa”.