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En las ficciones que tienen como escenario la vida carcelaria, incluyendo productos de épocas y calidades diversas que oscilan entre largometrajes elevados a la categoría de clásicos populares, como American me, de 1992, dirigido y protagonizado por Edward James Olmos, y series pochocleras como Prison Breack, con sus cinco exitosas temporadas a partir de 2002, los presos se agrupan racialmente. Latinos, arios, negros y orientales congregados en virtud de una genética común, pululan por pabellones y patios urdiendo tenebrosas conspiraciones en contra de los demás. La distinción de las personas a partir de la raza es, tanto en este contexto como en otros que nada tienen que ver con el entretenimiento como la India colonial, por citar sólo un caso, un signo de embrutecimiento y belicosidad. 

Hace poco, mientras presentábamos un libro en la obligada modalidad virtual de este presente cada vez más digitalizado, Ariana Harwicz advirtió que durante los últimos años “lo racial” volvió a ocupar el centro de innumerables debates después de mucho tiempo. Radicada en Francia, puede dar testimonio directo del actual recrudecimiento de las tensiones entre musulmanes y ciudadanos clasificados como “blancos”. Cuando algunos fantaseaban con un mundo en el que catalogar a los individuos según su raza iba dejando de ser una variable, dando paso a otras menos fatalmente impuestas por el acontecer, como la clase social, la ocupación o la educación, los señalamientos sobre la sangre que corre por las venas, la etnia de los ancestros o el nivel de melanina en la piel vuelven revestidos por las mejores intenciones en buena parte del mundo.  

“Se llevará a cabo un ciclo de talleres en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en el predio de la ex ESMA, destinado a personas mayores de 14 años con la intención de producir un documento de fácil lectura y visualmente atractivo, pero sobre todo que el contenido sea de personas marrones, hablando desde su lugar”, explicaban en 2019 los organizadores del colectivo Identidad marrón, al tiempo que se hacían preguntas como “¿La belleza puede ser marrona”? Bajo premisas similares, varios talleres, seminarios y conversatorios se llevan a cabo desde hace un par de años en universidades y centros culturales de Buenos Aires, y en muy menor medida, de los centros urbanos del interior, donde las luchas de descendientes de pueblos originarios pasan más por la preservación de territorios y recursos naturales o el regenteo de los negocios vinculados al agro. 

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Filiados, por lo general, a algunos feminismos, “Hablamos del activismo feminista barrial, y de cómo surge la identidad marrón vinculada a lo originario, a quienes habitaron los territorios latinoamericanos. La marronidad está relacionada con el color del cuerpo, lo afro y las corporalidades negras, que la sociedad omite”- explica, por ejemplo, el portal La revolución de las marronas- los promotores de lo que algunos llaman, quizás ironizando, quizás no, “discriminación racial positiva” aseguran combatir “el racismo estructural de América Latina” mediante pedagogías cuyo impacto en la vida de aquellos sujetos que pretenden representar es muy difícil de comprobar. 

Más sencillo resulta preguntarse por qué la identificación a partir del color de la piel se ha transformado en una suerte de política educativa. Es probable que el Black Lives matter norteamericano haya sido una fuente de inspiración ya que, por más latinoamericanos que seamos, los argentinos, siempre estamos importando usos y costumbres que son furor de Sonora para arriba. Pero más allá de una vocación imitativa que también lleva a buscar rastros afro en argentinos “aparentemente blancos” aunque las últimas oleadas inmigratorias de Republica Dominicana y numerosos países africanos no consigan integrarse a través de matrimonios mixtos o agrupaciones comunitarias diversas, debe haber otras razones para que la medición de marronidad se haya vuelto institucional. En cualquier caso, quienes sueñan con un mundo en el que la raza no sea más que un concepto añejo, deberán seguir esperando.