Una habitante del pueblo de Versalles que conocí en una panadería hace unos años (y que gentilmente me dejó entrar a su casa para mandar un mail porque mi celular había muerto) expresó, en consonancia con muchos epicúreos de la arquitectura y la decoración, que el palacio erigido por Luis XIV es una especie de grasada. “Demasiado de todo, sobre todo de dorado”, se quejaba cacofónicamente esa mujer, sorprendentemente parecida a Isabelle Huppert, y la verdad es que no tuve argumentos para refutarla.
El exceso es, en efecto, el sello distintivo del palacio y, sobre todo, del espíritu que lo vio nacer. Sin embargo, desde que vi La toma del poder de Luis XIV, de Roberto Rossellini, todo lo relacionado a ese edificio y su mentor me atrae irreversiblemente, y no hay dorado que alcance para refractarme. Documentales muy bien hechos, pero también basuras plagadas de horrendos efectos digitales; ficciones relativamente elegantes, pero también telefilms pedagógicos, me convocan como el canto de las sirenas.
Por esa atracción que es casi un vicio, ayer me precipité, sin reparar en el director ni en el protagonista, en hacer click en el link de una película estrenada en 2016 (justo el mismo año en el que la falsa Huppert me prestó su PC), llamada La muerte de Luis XIV. Esperaba alguna cosa ligera, como lo que hizo Sofia Coppola con María Antonieta, y en cambio encontré una joya contemporánea, dirigida por el catalán Albert Serra y protagonizada por Jean Pierre Léaud.
Quizá por haber sido rubricada por un extranjero, quizá por haber sido inicialmente pensada como una instalación que iba a llevarse a cabo en el centro Pompidou, quizá porque el diablo metió la cola, no llegó a ser parte de la competición de Cannes, pero el festival tuvo al menos el buen tino de darle la Palma de Oro a su protagonista.
A Léaud lo conocí, como la mayoría, haciendo de Antoine Doinel, y automáticamente se transformó en alguien completamente real. El drama de un niño, al que yo le llevaba pocos años en el momento de ver la película, era demasiado potente para ser ficción. Ni siquiera el blanco y negro o la moda de tantas décadas atrás supusieron una merma en sus cualidades realistas. Después de Los 400 golpes (que reveo de tanto en tanto con quienes aún no la vieron, como los estudiantes a los que doy clase o mi hijo), acompañé el crecimiento de Léaud con sus derivas amorosas y políticas, con su acumulación de decepciones y fracasos ficcionales, pero siempre verdaderos en mi percepción. No pude ver nada de lo que hizo, incluyendo trabajos de los años 90 o principios de este siglo bajo las órdenes de directores no franceses que lo habían fetichizado, como ficción: Léaud es tan concreto como un vecino. Ahora, gracias a la extraordinaria agonía que le vi padecer ayer, sé que finalmente ha muerto en la consumación de su gloria y temo que se lleve puesto a todo el cine con él.