—No se muevan. No toquen la radio. El avión está tomado.
—Muchachos, no jodan. Vuelvan a sus asientos.
—Obedezcan mis órdenes y nadie saldrá herido. Somos el Comando Cóndor. Usted, coloque el rumbo uno-cero-cinco. Nos dirigimos a las Malvinas.
—Ustedes están locos. No tenemos idea de la distancia y no podemos calcular el consumo de combustible. No podemos arriesgarnos.
—Les advierto que somos 18 patriotas que estamos dispuestos a morir en el intento. Mi nombre es Dardo Cabo y a partir de este momento soy quien imparte las órdenes. Hagan rápido los cálculos necesarios para llegar a las islas.
—Flaco, quitá el trabuco de mi cabeza porque, apuntándome, dos más dos me da seis, no puedo calcular nada, y así no llegaremos a ninguna parte.
El 28 de septiembre de 1966 18 jóvenes –17 varones y una mujer– secuestraron un avión de Aerolíneas Argentinas que se dirigía a Río Gallegos, y lo obligaron a desviarse a las islas Malvinas, al mismo tiempo que llegaba al país el príncipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel de Inglaterra, a jugar un partido de polo con el dictador Juan Carlos Onganía, entre otras actividades.
La Operación Cóndor estaba planeada para finales de octubre, pero la visita del príncipe la adelantó. Elaborar el plan demandó diez meses. Una vieja casona en la Capital Federal sirvió de refugio para reunirse y esconder armas.
Fernando Aguirre, integrante del grupo. dice que la idea original era comprar todos los boletos del vuelo AR 648 para evitar problemas con los pasajeros, “pero el dinero no alcanzó”, y revela que la operación fue financiada por el empresario metalúrgico –ya fallecido– César Cao Saravia, amigo de Juan Domingo Perón.
La noche de la partida, todos los integrantes del grupo coincidieron a las 23 en la sala de preembarque del Aeroparque Metropolitano. Aguirre llevaba armas y explosivos en su bolso.
Media hora más tarde, los cuarenta y tres pasajeros y seis tripulantes abordaron el Benjamín Matienzo con destino a la Base Aeronaval de Río Gallegos. El comandante Ernesto Fernández y su copiloto, Silvio Sosa Laprida, anunciaron a los pasajeros que el tiempo estimado de vuelo era de ocho horas y media.
El operativo comenzó a las seis de la mañana, cuando el avión sobrevolaba Puerto Deseado. Cuatro hombres se levantaron abruptamente de sus asientos: Dardo Cabo y Alejandro Giovenco irrumpieron en la cabina y Juan Rodríguez y Pedro Tursi se dirigieron a la cola del avión y encerraron en el baño al comisario de a bordo, Raúl Ferrari.
El comandante y el copiloto intentaron disuadir a los secuestradores, pero Cabo les dijo que en Buenos Aires había “compañeros” que tomarían represalias contra sus familiares si ellos no obedecían.
Sosa Laprida recuerda que la violencia sólo fue verbal. “Nos hablaban firmemente pero nunca nos insultaron. Aunque ignorábamos si podíamos llegar. Estábamos seguros de que alejarse de la costa era como tirarle de la cola a un león.” Por su parte, los pasajeros habían comenzado a inquietarse. Al único que se le contó la situación fue al entonces gobernador de Tierra del Fuego, contraalmirante José María Guzmán.
La azafata, Francesca Lazzarini, se percató de los hechos mientras preparaba el desayuno. “Observé que algunos pasajeros se cambiaban de ropa y pensé que se trataba de una broma. Invité a sentarse a un hombre que estaba parado en la puerta del baño.”
La respuesta fue poco amigable: “No. Yo me quedo acá porque el avión está tomado”. Francesca recuerda que se rio hasta que le enseñaron al comisario de a bordo encerrado en un baño y, entonces, decidió que lo mejor que podía hacer era cumplir con su trabajo y atender a los pasajeros. La única voz que se alzó fue la de un integrante del grupo comando que reclamaba por su desayuno. “Señorita, ¿a nosotros cuándo nos va a servir? La réplica fue inmediata: “Para los que secuestran aviones no hay desayuno”. Francesca aún hoy permanece indignada.
Mientras tanto, los pilotos intuían que estaban cerca de las islas. Volaban entre las nubes y el mar hasta encontrar las rompientes que indicaran la proximidad de tierra.
“De pronto nos encontramos volando sobre un mar negro con grandes olas y tan cerca, que tuvimos que nivelar rápidamente el avión, porque parecía que las íbamos a tocar”, dice Sosa Laprida.
Aterrizar con el Douglas DC4 exigió maniobras acrobáticas. La experiencia de los pilotos y la cuota de fortuna necesaria permitieron hacerlo en un improvisado hipódromo. Los ingleses declararon que fue un verdadero milagro. La única avería: la rueda derecha delantera del avión se incrustó en la turba de la ocasional pista.
En tierra, el frío, sumado a una densa llovizna, era terrible. Si bien los comandos tenían ropa de abrigo, no contaban con alimentos que aportasen calorías, y el vuelo no llevaba comida porque el trayecto no incluía la cena.
Los primeros instantes en Malvinas fueron de un gran nerviosismo. No bien se detuvo la nave, los comandos “se tiraron” del avión por una soga. Francesca asegura que a uno de ellos se le escapó un tiro. En la isla reinaba la confusión. En principio, creían que el avión había entrado en emergencia. Encima, ninguno de los cóndores hablaba inglés, lo que aumentaba el desconcierto. “No sabían ni decir buenos días, entonces designaron a Ferrari como traductor”, dice Francesca.
Cada uno tenía una tarea asignada. “Primero formamos un círculo para esperar las órdenes de Cabo. Después, desplegamos siete banderas argentinas y tomamos de rehenes a unos quince pobladores”, dice Aguirre.
Cabo y su pareja, María Cristina Verrier, fueron a la casa del gobernador a pedirle la rendición. “Los sacaron cagando”, dice Aguirre. “El inglés no los tomó en serio. Les dijo que las islas pertenecían al imperio británico, los acusó de bandidos y por último les exigió que entregaran las armas.”
Mientras esto sucedía, el comandante aprovechó y, con la ayuda de un sacerdote católico holandés que se había acercado al lugar, evacuó a los pasajeros y los alojó en viviendas cercanas a la pista.
Ese permiso de evacuación produjo una grieta en el grupo comando. Algunos sostenían que dejarlos ir era arriesgar el pellejo. Otros opinaban que el objetivo estaba cumplido y que no tenía sentido retenerlos en el avión. Pero los duros advertían: “Acá no vinimos a joder, y si nos pasa algo, estos tipos se mueren”.
Aguirre admite que no existía en ese momento otra posibilidad que rendirse. “Las colinas estaban repletas de gente armada y no teníamos alimentos. Habían pasado cuarenta horas y teníamos información de que el gobierno argentino nos había librado a nuestra suerte. La situación era insostenible.”
La rendición cobraba forma. Antes de entregarse “ante la Iglesia Católica”, el grupo entonó el Himno Nacional y escuchó una arenga de Dardo Cabo (“Hemos cumplido el objetivo. Hemos cumplido la misión”) También, puso a salvo las banderas. Luego, abandonó el avión.
Todos fueron detenidos y alojados en la iglesia del padre Rodolfo Roel hasta el día que fueron embarcados con destino a Ushuaia, junto al resto de los pasajeros, en el barco de bandera Argentina Bahía Buen Suceso.
Entre tanto, los ingleses discutían con las autoridades argentinas qué hacer con los detenidos, mientras la policía de la isla aumentó el número de detenidos.
Apresó al periodista Héctor Ricardo García mientras paseaba por las calles con su cámara fotográfica al hombro. Recién recuperó su libertad luego de ser indagado por el juez federal Miguel Angel Lima en Ushuaia.
Los integrantes de la Operación Cóndor fueron condenados el 26 de junio de 1967: por privación ilegítima de la libertad y tenencia de arma de guerra. Una semana después, el Douglas DC4 de Aerolíneas regresó, luego de que se convenciera a los ingleses, que pretendían quedarse con la nave para armar una biblioteca, y después conseguir barriles de nafta que reemplazaran los cuatro que habían sido enviados adulterados desde la Argentina.
En definitiva, los comandos cumplieron su sueño. Llegaron a Malvinas de sorpresa, izaron la bandera argentina y cantaron emocionados el Himno Nacional. Para Aguirre fue “un verdadero acto de soberanía que se hizo sin lastimar a nadie y sin producir daños”. La provincia de Buenos Aires les otorgó en 2009 una pensión equivalente a tres sueldos básicos de la administración pública provincial.