Es saludable que los argentinos apreciemos los avances obtenidos desde 1983 en el terreno de las libertades civiles y los derechos humanos. Afortunadamente, la etapa democrática logró ahuyentar definitivamente el viejo fantasma de las dictaduras militares. Pero es innegable que el sistema político no ha sido capaz de solucionar muchos problemas que aquejan a nuestro país desde hace más de 50 años, en especial los relacionados con las injusticias sociales derivadas de una estructura inequitativa de reparto de la renta. No obstante, esta revisión del último cuarto de siglo nos brinda la oportunidad para reflexionar acerca de lo sucedido y proyectar los desafíos de la democracia argentina.
La principal deuda acumulada en estos años es la que el Estado tiene con los más desprotegidos. La clase dirigente no ha sido capaz de terminar con el hambre, la desocupación, y la falta de viviendas, escuelas y hospitales para todos. Adicionalmente, irrumpió en las comunidades un nuevo enemigo de la paz ciudadana: la inseguridad. Si en cualquier lugar del mundo la realidad de grandes capas de población excluida de sus derechos más elementales es una bofetada en el rostro de la política, en nuestro país es directamente incomprensible. Somos el gran generador de alimentos para nosotros y para el mundo, pero no supimos comprender aún la importancia de la estrecha vinculación entre lo político-institucional y lo productivo. No entendimos que la economía es siempre política. Nos toca en el futuro inmediato asumir que los países se hacen grandes por la producción. Y no considerar sinónimos al crecimiento y el desarrollo. Nuestro objetivo debe ser producir más y repartir mejor.
La política es un asunto demasiado serio como para dejarlo exclusivamente en manos de los políticos. La hipocresía política, el pensar una cosa y decir otra, le hizo mucho daño al país. Sirva como ejemplo la conducta de los políticos a partir de fines de los años 90, cuando la convertibilidad se había agotado. En conversaciones privadas, la enorme mayoría de la dirigencia sostenía que mantenerla era un error. Pero cuando se encendían las cámaras o abrían los micrófonos, decían lo contrario. Pagué alto costo al decir que ese modelo estaba agotado. Y momentos antes de asumir la presidencia de la Nación enorme fue mi sorpresa cuando, al escuchar los discursos de las bancadas políticas, todos dieron una formidable cantidad de consejos y un sinfín de consideraciones, pero nadie se animó a pedir la firma del certificado de defunción de una convertibilidad que ya no existía.
En democracia, un buen gobernante no es el que manda sino el que conduce. Mandan los dictadores, y cuando son obedecidos, es porque detentan la fuerza que –como nos enseñara el general Perón– es el derecho de las bestias. La democracia requiere un proyecto y la capacidad para encolumnar al conjunto detrás de esas ideas con diálogo y persuasión. Aun en los momentos más trágicos, el diálogo y el consenso son determinantes para lograr políticas de Estado sostenidas en el tiempo. Sólo si podemos generar los consensos necesarios por vía del diálogo plural y no de la imposición intolerante, corregiremos una lógica política y económica que no es exitosa para construir una nación justa, moderna e incluyente. Para ello, será crucial recomponer las instituciones de la República.
Restaría agregar un desafío más, que quise dejar por fuera ya que es la gran tarea que tenemos por delante como legado a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Esa tarea es, ni más ni menos, recuperar el sueño de un proyecto colectivo; reconstruir nuestra capacidad de imaginar un proyecto y llevarlo adelante contra viento y marea. Si lo logramos, no podrán derrotarnos, porque los únicos derrotados en este mundo son quienes no creen en nada.
*Presidente de 2002 a 2003.