Hace unos días, en dos partes del mundo distantes, gobernadas por ideologías contrarias, se anunció simultáneamente el fin de la igualdad salarial. Sobre una de ellas volveré más abajo, pero la otra ocurrió en Cuba, donde Raúl Castro declaró que, de ahora en adelante, los trabajadores serán remunerados de acuerdo con su productividad. Acaso para encuadrar la medida dentro del universo ideológico del marxismo-leninismo, agregó que el igualitarismo que se acaba de abolir es “una forma de explotación, la de los buenos trabajadores por los vagos”. Venía pensando que la frase debe haber hecho llorar de emoción a Margaret Thatcher en su retiro, cuando entré en una librería y me encontré con una novela que hablaba del tema.
El afortunado hallazgo se llama A destajo y es del húngaro Miklós Haraszti, que nació en 1945 en Jerusalén como hijo de padres judíos y comunistas que volvieron a Budapest después de la guerra. Haraszti estudió allí Filosofía y Filología Rusa, pero su carrera académica se interrumpió dos veces, ante sendas expulsiones de la universidad por razones políticas. Proscripto, deambuló por distintas ocupaciones. Una de ellas fue la de fresador en una fábrica, y de esa experiencia surgió A destajo (1975), un libro esencial sobre el mundo del trabajo, que ilumina una zona ausente de la literatura, acaso porque “entre los escolares y los universitarios, que sólo ven a los obreros cuando aparecen en la televisión, se refuerza la convicción de que no existen”. El libro describe con obsesiva precisión la jornada laboral de esos obreros que eran en teoría la razón de ser y los verdaderos administradores del régimen socialista pero que, en los hechos, no sólo llevaban una vida miserable, sino que carecían de toda posibilidad de rebelarse contra una clase gerencial y burocrática cuyos procedimientos copiaban y hasta refinaban la explotación capitalista.
La modalidad del trabajo a destajo que Haraszti analiza en su materialidad y en su impacto emocional distingue el ritmo de cada operario como querrían los jerarcas cubanos. A su vez, es un ejemplo extraordinario de doble mensaje en la comunicación. Cada pieza que llega a los fresadores tiene un tiempo de producción asignado, pero el salario mensual que resulta de cumplir con las tareas en ese tiempo no permite sobrevivir. De modo que el trabajador debe esforzarse por batir ese tiempo mínimo. Pero hay una segunda trampa: no es humanamente posible cumplir la norma. Al cabo de algunas semanas, el narrador descubre el secreto por el cual sus compañeros –y en adelante él mismo– logran llegar a fin de mes. Consiste en trabajar ignorando las medidas de seguridad y violando las especificaciones de cada tarea. De ese modo, se logra la remuneración necesaria pero a costa de la salud del obrero y de la calidad del producto. Pero todavía hay una tercera trampa: como las tareas se terminan en menos tiempo del estipulado, las normas se van modificando para forzar un ritmo cada vez más peligroso y una calidad de producción cada vez más pobre.
A destajo es más que una denuncia de las condiciones laborales en la Hungría de los años setenta, es una apuesta utópica por un trabajo desalienado y creativo, en el que los trabajadores tengan voz y voto sobre su tarea. Una idea demasiado subversiva para cualquier régimen: el libro fue censurado y su autor juzgado y condenado a prisión por reclamar “demasiada democracia”. Me quedó pendiente mencionar la otra parte del planeta donde se prometió pagar según la productividad. Fue en Buenos Aires, cuando Mauricio Macri anunció que sus ministros y funcionarios recibirán un extra según su rendimiento. Sería interesante que recurriera a un método destajista. Por ejemplo, remunerar la cantidad y la rapidez de las medidas tomadas en cada área, sin importar su justicia ni su eficacia. Una idea revolucionaria y marxista, línea Groucho.