La inteligencia artificial (IA), hasta hace poco reservada a la ciencia ficción y el entretenimiento, es una realidad palpable. “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”, reza la tercera ley del avance científico de Arthur Clarke. Pero los tiempos modernos nos acostumbraron al conjuro, y no es tan fácil sorprender al individuo común con una tecnología inesperada. Nos invade la sensación de que, modernamente, casi todo es posible: vehículos automanejados, conferencias holográficas, diagnósticos médicos automáticos, robots multiuso...
Y, sin embargo, la inmensa mayoría de la humanidad no accede siquiera a una muestra de estos desarrollos, aunque los mira asombrada a través de los medios de comunicación. Pese a que solo unos pocos actores acceden a las tecnologías de última generación, los gurúes nos quieren convencer de que este mundo formará tarde o temprano parte de nuestras vidas. Alegan que, si bien los hogares aún no disponen de robots para mantener la vivienda, las aspiradoras inteligentes ya están disponibles en el mercado. Que si bien todavía no vivimos inmersos en un mundo virtual, unos pocos dólares compran máscaras que nos sumergen en realidades alternativas. Que los drones están ya al alcance de las manos.
Hasta ahora la historia de la innovación describía un ciclo relativamente virtuoso. Incentivadas por el lucro, las empresas ponían en funcionamiento su usina de ideas. La interacción productiva con los trabajadores permitía a estos realizar aportes a la innovación para mejorar su eficiencia y apropiarse de parte de las ganancias de los avances. Los Estados solían ocuparse de financiar la investigación básica de alto riesgo y elevada rentabilidad social, y regulaban el equilibrio entre los estímulos a la generación de nuevos conocimientos y la diseminación equitativa de las tecnologías.
Esta lógica limitó las disrupciones de la innovación sobre el tejido económico. Históricamente, rara vez la organización productiva predominante rechazó los cambios, incluso a sabiendas de que muchos empleos serían barridos del mapa. La mecanización y la automatización reemplazaron el trabajo repetitivo y de baja calificación, pero las transiciones contaban con la certeza de que, una vez comenzada, la revolución se volvía inevitable y sus impactos anticipables. Los trabajadores ajustaron sus calificaciones intergeneracionalmente, transmitiendo a sus hijos la necesidad de educarse en profesiones de mayor calificación y con menor exposición al reemplazo por maquinarias.
La revolución informática resultó ser menos predecible, pero aun así terminó siendo complementaria del empleo. Podría decirse que las computadoras fueron hechas para mejorar la productividad del trabajo: hoy todo trabajador tiene un ordenador delante de sí que le permite mejorar su productividad de manera más o menos directa. Si bien algunas tareas se automatizaron, los empleos asociados con la informática se multiplicaron rápidamente, creando otros. Nuevamente, la movilidad intergeneracional dio señales para una educación con perspectivas laborales en rubros relacionados con la programación o la computación.
La revolución tecnológica actual de IA pregona anuncios espectaculares, con promesas de mejoras drásticas para la vida humana en general y la economía en particular. Pero cada vez más observadores señalan que “esta vez es diferente”, y que nos encontramos frente al subconjunto menos previsible del cambio tecnológico. No pocos analistas señalan que sus imponderables podrían generar infortunios duraderos para el grueso de la población.
Las tecnologías impulsadas por IA ya pueden coordinar logísticas, manejar inventarios, liquidar impuestos, traducir documentos, escribir informes analíticos, elaborar informes legales y diagnosticar enfermedades. Como la IA reemplaza la inteligencia humana, la antigua distinción entre empleos calificados no afectados por la tecnología y empleos no calificados reemplazables se ha ensombrecido. Más aún, como la educación tuvo en las últimas décadas un fuerte incremento en sus retornos, esto estimula su reemplazo, propiciando la automatización de las actividades más intensivas en “cerebro humano”.
Sean quienes sean los perjudicados, pocos analistas dudan de que la IA nos legará un futuro con mayor desigualdad económica. La inteligencia es un bien público, y como tal habilita la extracción de rentas extraordinarias concentradas en pocas manos. Al mismo tiempo, quienes solo disponen de capital humano como riqueza verán cómo sus tareas son reemplazadas. Si la inteligencia será lo mejor remunerado en este nuevo mundo, es concebible que los humanos más ricos se conviertan en órdenes de magnitud más productivas, dejando a las mayorías cada vez más atrás. La política pública, encargada en el pasado de coordinar las transiciones y limitar las desigualdades, está en franca retirada y no es obvio que recuperará un rol central al respecto. No hace falta imaginarse nada especial: este escenario se asemeja al de los países con sistemas de salud con predominio privado, donde la expectativa de vida favorece ampliamente a las familias de mayores recursos. La diferencia es que esta divergencia podría ahora extenderse a nuevos ámbitos de la economía.
La IA no sorprende al mundo en un sendero dinámico “equilibrado”. La sostenida brecha del nivel de vida entre países, la persistente inequidad dentro de ellos, el descontento del electorado, la desconfianza de lo público, los crecientes riesgos ambientales, la desaceleración mundial de la productividad y la persistencia de las crisis son anomalías aún no resueltas. No podemos darnos el lujo de confiar ciegamente en las promesas tecnológicas para resolver todas esas configuraciones económicas y sociales.