Leímos con entusiasmo, en abril de 2013, la nota de la revista ¡Hola! sobre las vacaciones familiares de Horacio Cabak: las playas de Cancún (recuerdo el detalle de los castillos de arena), el paso previo por Orlando y por Disney (recuerdo la queja por las largas y agotadoras colas para cada juego). Con igual interés leímos en febrero de 2015 la crónica de la revista Gente sobre la semana de Cabak en Punta del Este (recuerdo una recurrencia: de nuevo los castillos de arena, y además la mención de una lectura: Perdida, de Gillian Flynn). En julio de 2020, seguimos atentos por televisión el relato detallado de este episodio: Cabak se aplicaba crema facial mientras se daba un baño en su casa, pero la crema por accidente se le metió en los ojos y la historia terminó en un hospital.
De su separación conyugal nada diré: Cabak interpuso un recurso judicial para impedir que el tema se toque en los medios, y lo acato como corresponde. Me gustaría saber, eso sí, si se trata de una determinación coyuntural, dado lo aflictiva que resulta la situación, o si se trata de una reflexión más amplia y más honda sobre la manera cada vez más extendida en que las vidas privadas se ofrecen como si fuesen un asunto público, hasta hacer de lo personal un espectáculo de consumo masivo; ese solapamiento de esferas que Beatriz Sarlo examinó críticamente en las páginas de La intimidad pública.
Puede tratarse de lo primero, y sería razonable; pero también de lo segundo, y sería más interesante aún.