No hace falta que ni yo ni nadie les cuente lo que significa un River-Boca. Ni a los de River, ni a los de Boca ni a los imparciales. El mundo del fútbol –en este caso, sí, en todo el extenso sentido del concepto– sabe claramente que se trata de un acontecimiento que pone a la sombra todo aquello que sucede en simultáneo con el clásico.
Tan poderoso es lo que genera que, en las previas, no paramos de recordar antecedentes, imaginar favoritos a partir del famoso “cómo llegan”, escuchar a sus antiguos protagonistas y hasta arriesgar sentencias sobre presuntas paternidades que sirven mucho más para la chicana que a la hora del juego; en el post olvidamos pronto el bodrio frecuente para no perdernos la chance de volver a vivir la antesala como si se tratase del partido del siglo.
No recuerdo ni un solo clásico que se haya desarrollado de acuerdo con lo que los más profundos analistas del fútbol hayan supuesto en las previas. Tampoco recuerdo a ninguno de esos analistas advertirle al hincha sobre la posibilidad de que el que viene no sea mejor que el anterior, o el otro, o aquel de más lejos. Tampoco yo me animaría a hacerlo: cuando llega un Boca-River todos soñamos con ver el mejor clásico de la historia.
Por lo general, esa ilusión muere a los veinte del primer tiempo. No hace falta más que eso para darse cuenta de que, una vez más, la rebeldía del que intenta jugar termina sepultada o subvertida porque “a los clásicos hay que ganarlos como sea”. Tampoco recuerdo a nadie que haya sido capaz de explicar qué quiere decir “como sea”. En todo caso, Arruabarrena y Gallardo podrían explicarnos cómo consideran que su equipo puede superar al otro. Por suerte, ellos jamás cometerían la torpeza de reducir el análisis de semejante partido a un mensaje abstracto. Cosas de la nueva escuela.
Tan fuerte es la onda expansiva de estos partidos que, de pronto, siento que me puse a escribir la previa de un partido que, en el mejor de los casos, se jugará dentro de tres semanas, el domingo posterior a las PASO, por la undécima fecha del mamarracho de treinta equipos. Pero no es de ese partido del que se habló esta semana. Ese encuentro volvió al fichero apenas se supo que Orion estaría en condiciones de jugarlo. El que importa es el otro. “Un partido de 180 minutos” al decir de cualquiera que juegue, analice o atestigüe un cruce de octavos de final de copa.
La sola presunción de que el exitoso Boca de Arruabarrena se cruce con el inestable River de Gallardo en la primera instancia de eliminación directa de la Libertadores invade el espacio con especulaciones, cuasicertezas y teorías conspirativas.
Por lo pronto, si alguien cree que es difícil que River se clasifique para la próxima rueda, más difícil parece que, de hacerlo, no lo haga como el último de los segundos. Tanto como Boca deberá hacer las cosas muy mal para no ser el mejor de los primeros. Es decir que a River le costaría mucho más no ser el decimosexto clasificado que la clasificación misma, que depende de que Juan Aurich no derrote a Tigres y de que River supere a San José. En el enunciado no parece tan complejo. El peruano es un mal equipo y River es infinitamente superior al boliviano. En la teoría. En la práctica, Tigres le regaló a River un empate insólito, lo que lo expone como un conjunto con potencial pero disperso. Y si algo le está costando al equipo de Gallardo es concretar en el resultado la supremacía teórica. Incluso la práctica, ya que mereció ganar la mayoría de los partidos que empató en lo que va de 2015. Debió ganarles a Quilmes y a Unión por el torneo local, dos partidos en los que tuvo ventaja. Y debió derrotar dos veces a los peruanos y a los mexicanos como local. Sólo sumó empates.
Para mí, la ilusión de que River resuelva su conflicto importa, fundamentalmente porque sería un absurdo que el mejor equipo argentino post Mundial se quede fuera de la Libertadores en la primera fase. Es cierto que hace rato que no juega como lo hizo durante su deslumbrante primavera de 2014. Pero tiene todo para volver a hacerlo: los jugadores y, sobre todo, la voluntad de su entrenador de recuperar la identidad antes de cambiar el rumbo sólo para cuidar su asiento.
Entiendo que para la gran mayoría de quienes no son hinchas del equipo millonario el valor de un River en octavos tenga como único diferencial el morbo de un prematuro cruce con Boca. Personalmente, preferiría la trascendencia de una instancia mucho más avanzada. Aunque si tenemos en cuenta el antecedente de la Sudamericana, tengo mis reservas: fueron semifinales de muy poca monta, de disfrute incuestionable para los hinchas de River pero en las que, una vez más, el clásico tuvo cualquier condimento menos el juego, el prestigio y la jerarquía.
¿Entonces? ¿Para qué querríamos un superclásico de octavos de copa?
Por lo pronto, para invadirlo todo con especulaciones. Que el cruce no le conviene a Boca –que anda fenómeno– sino a River, que necesita levantar cabeza. Que para Boca sería una revancha del 2014 pero para River lo sería de las semifinales de 2004.
Bastante tuvimos ya con la tergiversación de las declaraciones del entrenador boquense, a quien quisieron hacerle decir que, para él, la goleada del verano mendocino importaba más que las semis de la Sudamericana. Cuando se habla de fútbol, los periodistas tenemos la constante tentación de hacerle creer al otro que lo que nosotros decimos tiene el respaldo “de la gente” o “del hincha”. Cuando se trata de un clásico, definitivamente no escuchamos ni razones ni argumentos que no sean los nuestros.
Francamente, no sé lo que piensa “la gente”. No tengo ni idea de lo que prefiere “el hincha”. Tampoco me importa demasiado. Ser el intérprete de la voz del pueblo no sólo es una presunción patética: es haber equivocado el oficio. En el mejor de los casos, me conformo con la posibilidad de lo que a mí se me ocurre le interesa a alguno. Si a ese alguno lo nutre aquello que se me ocurre, tanto mejor.
“Periodismo es una faceta del arte gubernativo de masas. No es show para hacer placentera a la ignorancia consigo misma. Lo mejor que tenemos no es el pueblo; ni el pueblo siempre tiene razón ni nunca se equivoca”. Tal vez esta reflexión de Dante Panzeri, incluida en el formidable trabajo realizado por Matías Bauso, contundente, polémica y hasta cuestionable como tantas, ayude a entender que, de tanto en tanto, es bueno que quienes cobramos un sueldo para pensar como periodistas no seamos simplemente travestis de la sabiduría popular.