Lo primero que hay que hacer con la inflación es reconocerla. Es imposible curar una enfermedad si se la niega. En la Argentina tenemos una inflación del orden del 30% anual, que no es la que nos dice el INDEC, que ya hace un año y medio rompió el termómetro.
Nuestra inflación reconoce varias causas. La primera es la devaluación de enero de 2002. Fue una macrodevaluación, que triplicó la cotización del dólar cuando la medición del llamado retraso cambiario sugería una devaluación del orden del 40%. El traslado a los precios internos fue contenido por congelamientos tarifarios, retenciones sobre las exportaciones y una situación fuertemente recesiva y de alto desempleo. No había presiones por falta de capacidad productiva ni por pedidos de aumentos salariales. En todo caso, estas aparecieron recién tres años después, cuando la reactivación modificó esta situación. Cuando esto ocurrió, apareció Guillermo Moreno con su control de precios y logró, no sin daño y con poca efectividad, estirar el traslado que todavía en 2008 se está completando. Las tarifas de servicios públicos, que han quedado fuertemente retrasadas y algunos bienes de la canasta básica han entrado en proceso de recuperación. Estos son los resabios, todavía vivos, de la mayor devaluación de un solo golpe que conoció la historia argentina.
Puede encontrarse otra causa en la insuficiencia de inversiones en la industria y en la infraestructura. Esto se puede adjudicar al mal clima institucional, a la agresividad de un discurso oficial anticapitalista, a las reiteradas violaciones de los contratos y del derecho de propiedad, a la inestabilidad de las reglas tributarias y a la corrupción. El gobierno argentino aún se mantiene en default con un gran grupo de bonistas y con los organismos oficiales agrupados en el Club de París. Esto impide el acceso a los mercados de crédito y eleva la tasa de interés para emprender nuevas inversiones. La respuesta empresaria a los aumentos de ventas ha sido últimamente la de evitar hacer inversiones relevantes y responder con aumentos de precios antes que con crecimientos de su producción. La mayor demanda ha sido derivada hacia las importaciones, todavía más caras. Esto ha sido inflacionario.
Una tercera razón ha sido el acelerado aumento del gasto público y de la presión impositiva. Se han alcanzado niveles inéditos del orden del 35% del PBI si se incluyen provincias y municipios. Aunque no se haya caído en déficit financiero esto es causa de inflación.
La política monetaria ha sido permisiva, aunque no podemos decir que sea hoy un claro factor de inflación. En todo caso lo fue cuando a fines de 2005 la creación de moneda por la compra de reservas dejó de encontrar un correlativo aumento de la demanda de pesos. Allí apareció aquella inflación de entre 1 a 1,5% mensual. Pero a partir de entonces, el Banco Central absorbió con Lebac y Nobac el exceso de emisión que implicaba el sostenimiento de un dólar alto. Desde entonces la política monetaria ha acompañado la inflación y no ha pretendido contenerla.
La política antiinflacionaria exige recrear la confianza y la calidad institucional de manera contundente. Debe asegurarse el respeto a la propiedad y la seguridad jurídica para promover un proceso de inversión que remueva las rigideces. Se necesita contener el gasto público e incluso reducirlo mediante programas de reforma estatal que también mejoren la calidad del gasto. Esto es lo opuesto de dar rienda libre al gasto político, o de jubilar sin aportes previos a un millón y medio de personas, o de reestatizar empresas deficitarias. Se debe sincerar el sistema de precios alineándolo con los internacionales para disipar la inflación reprimida y para reducir la fenomenal cuenta de subsidios del presupuesto, o en todo caso derivarlos a la contención social. El ataque a las causas de la inflación implica un giro de 180 grados de la política actual. Pero hay que hacerlo cuanto antes.
*Economista.