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“¿Que hiciste tu en la guerra, papa?”

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No es de gente lúcida esperar demasiado de las personas que manejan (por lo menos desde hace más de veinte años) una entidad que gastó fortunas en su sede burocrática –la administrativa y la hotelera– y hoy sugiere no tener idea de dónde sacará el dinero para pagar los premios de la Copa América. Ellos creen que no es su culpa depender de los fondos congelados de empresas y empresarios cómplices en fraudes administrativos cuya magnitud aún estamos lejísimos de conocer.
No sólo deberían asumir la responsabilidad por negociar con gente poco seria y, de modo recurrente, apelando a la contratación directa, algo que indefectiblemente reduce la utilidad del negocio. Son irresponsables de toda irresponsabilidad por el solo hecho de convocar a una competencia de la que participarán Messi, Neymar, Cavani, James Rodríguez o Alexis Sánchez sin tener los fondos necesarios para pagar la fiesta. Son las personas que conducen un organismo que acaba de castigar duramente –acorde con el reglamento, dicen– a Neymar por cometer camino al vestuario una infracción sustancialmente menos grave que la que cometió Jara dentro de la cancha y a la cual aún no tiene ni idea de cómo prontuariar. Y que jamás se expidieron formalmente por esa privación ilegítima de la libertad que fue el bochorno de la hora y media posterior al show del Panadero y sus secuaces.

Como la AFA misma, la Conmebol tampoco puede reformularse con las mismas personas que legitimaron el poder de Nicolás Leoz. O el de Eduardo de Luca. Asuntos como la muerte de Julio Grondona les pone a mano una papelera de reciclaje donde depositar todos los males. De ningún modo los exime de la responsabilidad de haber permitido todos y cada uno de los descalabros que aparecen minuto a minuto.
Cada vez son menos los que les creen esa cara de perra a la que están preñando cuando, como en aquella vieja película de los 60, se les pregunta: “¿Que hiciste tú en la guerra, papá?”. Por lo pronto, ninguna de las autoridades actuales se expresó con firmeza respecto del daño enorme que todo este barullo entre Burzaco, los Jinkis y ellos mismos le hace al patrimonio de la entidad. Y a la credibilidad del juego mismo.

Entiéndase bien. Cobrar por los derechos de televisión de las competencias más importantes de la entidad es afectar directamente la rentabilidad de las federaciones nacionales de la región que disputan la Copa América y de los clubes que participan –y ganan premios exiguos– por la Liberadores y la Sudamericana. Como un par de señores malos me explicaron que nadie se hace daño a sí mismo porque sí, no tengo más alternativa que pensar que andan sueltos y con cargo un par de inútiles o un par de ladrones. Si es que ambas cosas no habitan en el mismo cuerpo.
Por cierto, la parte gruesa del escándalo expuso a quienes conducían la entidad antes de quienes lo hacen actualmente. Si me limito a la experiencia personal –un par de entrevistas televisivas con ellos–, debo decir que tanto el paraguayo Napout, presidente, como los uruguayos Valdez y Leiza, vicepresidentes respectivos de la entidad y del Tribunal de Disciplina, me parecieron dirigentes razonables. No obstante, en nada los ayuda que todos los procedimientos legales respecto del desfalco dependan exclusivamente de la Justicia norteamericana –la mayor damnificada es la Conmebol misma–, ni las decisiones sinuosas o indecisiones flagrantes del organismo disciplinario.

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Como en algún lugar del asunto empieza a tallar el juego, la sensación de que poco puede esperarse de ellos tiene que ver con la estructura misma de la Copa América. Así como soy un fervoroso –y vano– partidario de limitar la participación en las competencias de clubes a los equipos sudamericanos, también entiendo que no tiene ningún sentido seguir invitando a federaciones a los que el viejo Campeonato Sudamericano les importa un bledo. No sólo es torpe sumar equipos que presentan planteles que únicamente pueden mediocrizar aún más el nivel del torneo –ya lo hizo Costa Rica en 2011–, sino que obliga a un formato de competencia que, lejos de ser una solución, acaba de demostrarse que potencia a límites indeseables la influencia del azar por encima de las virtudes.

Cerca estuvo el incalificable Uruguay de Tabárez de llevar a los penales a un Chile estéril. Lo logró Colombia, ese triste equipo que a nada estuvo de eliminar a la Argentina sin patear una sola vez durante 90 minutos: la única pelota atajada por Romero vino de un golpe de cabeza. Alguna vez el querido Nene Panno escribió una columna desopilante sobre estas cosas de infectar al fútbol con variables que le quiten a la pelota y al juego mismo cuanta influencia sea posible. Decía, por ejemplo, que si el equipo de La Razón matutina jugaba mano a mano con la Holanda de Cruyff no valdría la pena ni ponerse los cortos. Sin embargo, si el asunto se definía a ver quién escupía más lejos, entonces tal vez se podría pasar de rueda y eliminar a los magos de Rinus Michels. Perdón, Nene, si la referencia no es minuciosa. Lo indeleble fue tu idea. Como cuando nos quejamos de los jueces sacapresos –vivimos en una sociedad en la que los abogados defensores suelen tener todos los recursos que les faltan a los fiscales–, no hacemos nada demasiado distinto a reclamar juego limpio.

Y que los que hacen las cosas bien tengan un beneficio respecto de quienes las hacen mal. El reglamento y el formato mismo del torneo le dio al que hizo casi todo mal las mismas posibilidades del que hizo casi todo bien. No quiero para el deporte este tipo de idea bazofia. La última copa jugada en Chile tuvo, justamente, la virtud de disminuir el margen para la especulación, que es el sistema de todos contra todos. En dos grupos de cinco de entrada. Y en una serie final con los cuatro mejores. Siempre hay lugar para la miseria, es cierto. Pero la tendencia aquí es poco menos que obligarte a la especulación.

Ah. Además, ésa fue la última copa sin colados absurdos que son invitados sólo para beneficio de los auspiciantes y, justamente, los que se quedan con los derechos de televisación. Aun hoy, que estamos tan cerca de las semifinales como del partido con Colombia, no querría dejar de sobrevolar un par de asuntos de aquella absurda noche viñamarina. Nada que los aburra. Sólo un par de cosas que necesito sacarme de la garganta. Que la Argentina generó en un solo partido más chances de gol que en los cuatro últimos cotejos del último Mundial es una señal de cambio que para nada hace renegar de la solución que encontró Sabella a las variables y los inconvenientes del Mundial. Y que ninguna de esas chances se haya convertido –como pasó ante Jamaica y, especialmente, Paraguay– amenaza con convertirse en asunto de diván. Como de diván es el enojo de quienes desmerecen las virtudes del equipo de Martino. Si quieren jugar a la estupidez de dejar afuera a Messi, no cuenten conmigo.

Que la Colombia post Mundial sea esto que se vio en Chile –apenas un gol en cuatro partidos– obliga a frotarse los ojos para ver si es efectivamente Pekerman quien la conduce. El mismo equipo que la rompió de la mano de James Rodríguez hasta los octavos contra Uruguay y a la cual le faltó un sacudón de carácter y convicción para bancar al único Brasi decente que se vio en aquel torneo, amenazaba con revancha de gloria en Chile. Y la que imaginábamos la Colombia de James, Falcao, Cuadrado y Teo terminó siendo la Colombia de Murillo y Ospina.

Ojo que de algunos viajes no se vuelve. Sobre todo cuando se prioriza el cuentapropismo a la trascendencia. Y que explicar la dimensión del Tevez futbolista como del jugador del pueblo que definió una serie por penales o enfatizar más en su revancha personal –como si la hubiera habido, claro– que en el muy buen rendimiento del equipo es de un reduccionismo ni siquiera admisible en las redes sociales.
Como cuestionar a Martino por no haberlo incluido entre los cinco primeros ejecutantes –a mí también me sorprendió ingratamente en el momento– antes que darle valor a un entrenador que decidió que el suyo sea un equipo valiente y, aun imperfecto, con ambiciones.

A propósito de Carlitos. Tevez fue, anteanoche, lo que alguna vez fueron Dezotti ante Yugoslavia, Cascini ante el Milan, Roberto Ayala ante Inglaterra, Maxi ante Holanda o Javier Villarreal ante River. El último ejecutante del equipo que ganó una serie por penales. Ni más ni menos que un mérito de circunstancia. ¿O acaso alguien considera a Ezequiel Garay o Ever Banega, impecables ejecutantes ante Ospina, un equivalente a Tevez? Nada que merezca demasiada más atención.

Luego de casi una década, la Copa América vuelve a poner a la Argentina entre los cuatro mejores. Si a los de arriba –especialmente a Messi– se les desvanece el tabú del gol, la Argentina volverá campeona de Santiago una vez más. Y si no, ya habrá sido el equipo que mejor juego expuso en un torneo que, también hay que decirlo, apenas si está superando la insoportable menesterosidad de la edición 2011.