Respeto a ultranza la veda electoral. Por tanto, marginaré en estas líneas toda referencia concreta a hechos periodísticos vinculados con la actualidad política, económica o social, aunque…
Voy a recordar una columna que escribí y fue publicada hace cuatro años (el 12 de noviembre de 2017), que tiene una indudable actualidad por estos días. No pocos medios (en particular los televisivos, sea en TV abierta o en el cable y en portales de internet) parecen jugar un juego de verdades y mentiras, análisis epidérmicos, pseudonotas de color mezcladas con información menos confiable que lo que el público demanda.
Decía entonces: “Nunca se sabrá cuánto de verdad y cuánto de ficción hubo en las crónicas que Gabriel García Márquez publicó durante sus tiempos de periodista en El Espectador de Bogotá, Colombia. En verdad, quienes devoramos esas historias quedamos asombrados por ellas, en particular la saga de su cobertura, como enviado a Ginebra, de la cumbre post Segunda Guerra Mundial, que reunió en 1955 al presidente de los Estados Unidos, Dwight Eisenhower; el primer ministro británico, Anthony Eden; el jefe de gobierno francés, Edgar Faure, y el primer ministro soviético, Nikolai Bulganin. ¿Cómo había logrado García Márquez tantos datos íntimos de los encuentros entre los cuatro grandes y también de las tertulias paralelas de sus esposas? El autor de Cien años de soledad hizo uso y abuso de la ficción para llevar a los lectores de El Espectador detalles ciertos que solo aportaron una porción menor en comparación con los frutos de su fecunda imaginación. No eran tiempos de internet. Sus envíos eran por correo aéreo, con lo que las crónicas de esa cumbre en plena Guerra Fría, con la amenaza de una hecatombe nuclear, adolecían de actualidad política y sobreabundaban en relatos casi farandulescos. Deliciosos, sí, pero vistos con mirada poco propensa al rigor informativo”.
Lejos de criticar el genio de García Márquez, aplicaba esos conceptos a entender lo que viene a continuación: “Así como García Márquez se recostó en los datos de color (verdaderos o ficticios), los periodistas caemos algunas veces en esa atractiva aventura estilística para dar al relato duro un ropaje más bello y gratificante para los lectores. Por cierto, sin olvidar la premisa de la mayor aproximación a la verdad. Hay, sin embargo, límites que impone la ética: una cosa es darle a una cobertura elementos enriquecedores para beneficio del destinatario, y otra muy distinta reflejar situaciones y personajes con el solo objeto de lograr impacto, aunque se trate de falsedades, verdades a medias o simples inventos”.
Es en este sentido que dedico el espacio de hoy a comentar los excesos –por no decir impudicias– con los que nos abofetean periodistas, comunicadores, especialistas de todo, panelistas full time. Para colmo, esto salta a las redes sociales, se viraliza en ellas y adquiere la condición de trending topic, en el marco y con los riesgos que las redes tienen. Pero no acaba allí el tránsito de los hechos a la opinión pública, porque en las redes tales violaciones a principios éticos insoslayables en esta profesión no pasan de aconteceres cuya confirmación por fuentes seguras es aconsejable aunque no tan necesaria. Sin embargo, cuando el tema trepa a las páginas de los diarios, captura espacios periodísticos en radio y televisión y se transforma en lo más leído en portales informativos, la cosa cambia porque los medios periodísticos están sujetos a autorregulaciones y a un principio ético insoslayable: no se debe publicar en crudo, sin cumplir con los protocolos de chequeo y rechequeo con fuentes diversas.
A diferencia de aquellas crónicas de García Márquez –quien hacía de su imaginación un arma poderosa para transmitir información–, es necesario tener la neurona atenta para gambetearles a conductas que malogran el buen ejercicio de esta profesión.