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Rebelión en las trincheras

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En una etapa avanzada de la Primera Guerra Mundial, después de que solamente las batallas de Verdún y Somme dejaran 600 mil soldados muertos y más de un millón de heridos, comandantes de uno y otro bando comenzaron a notar un fenómeno que los inquietó. Menos bajas propias y del enemigo, agresividad menguante en las tropas, menor actividad bélica. En algunos frentes había razones para ello. Terrenos escarpados, pésimas condiciones climáticas, creciente escasez de municiones. Pero en otros la situación se repetía aun sin esos justificativos, y paulatinamente se empezó a comprobar la presencia de un factor insospechado. Los soldados habían decidido no atacar mientras no fueran atacados. Esta determinación nació de los soldados rasos, no de los oficiales. La Gran Guerra, como se la llamó, fue la última en que las bayonetas y los combates cuerpo a cuerpo resultaron habituales. Y había ocurrido que, al tener que apelar más y más a ese tipo de enfrentamiento debido a la carencia de municiones, los soldados enemigos se vieron las caras. Ya no combatían contra fantasmas, contra adversarios abstractos, sino contra hombres de carne y hueso, como ellos, y estos se empezaron a hacer tan familiares como lo eran sus vecinos antes de la conflagración. Según explicarían después, muchos de ellos se encontraron pensando que aquel a quien combatían tenía un padre, una novia o hijos que los esperaban de regreso, como les ocurría a ellos mismos. Hasta empezaron a saber sus nombres. Se produjo un curioso fenómeno de empatía. El odio ciego hacia el otro, que les había sido inculcado con inflamadas proclamas y entrenamientos, se diluía. Y en diciembre de 1916 en algunas trincheras soldados de ejércitos enemigos reunieron sus provisiones y festejaron juntos la Navidad, cantando villancicos en inglés, alemán y francés. Entendieron, según testimonios posteriores, que, si cumplían las órdenes de matar o morir, su futuro inmediato quedaba reducido a esas dos posibilidades, pero que si no confrontaban crecía la oportunidad de no ser víctimas de esa opción siniestra. Hasta un tercio de las trincheras se vieron afectadas por este virus “pacifista”, cosa que enfureció a los oficiales superiores de los ejércitos en lucha. En febrero de 1917 el comandante de la decimosexta división de la infantería británica emitió un bando que prohibía todo contacto con el enemigo (salvo que fuera para matarlo) y prometía castigos extremos a los infractores.

El científico político estadounidense Robert Axelrod y el historiador británico Tony Ashworth dan cuenta de estos hechos en sus libros La evolución de la cooperación y Trench Warfare 1914-1918, the Live and Let Live System (Guerra de trincheras 1914-1918: el sistema de vivir y dejar vivir), respectivamente. Sus relatos remiten a un tema central en el pensamiento del sociólogo francés François Dubet (cuya lucidez, plasticidad de pensamiento y sensibilidad quedaron en evidencia en la entrevista de Jorge Fontevecchia publicada en PERFIL hace una semana). En su libro Lo que nos une, y en su práctica, sostiene que, a la luz de los enfrentamientos, grietas, batallas alimentadas por el fanatismo y discriminación de todo tipo que ensombrecen el escenario social y político contemporáneo, se impone la búsqueda de aquello que, en tanto humanos, nos une. Sabemos lo que nos separa, sostiene (lo sabemos o lo imaginamos, o lo inventamos, cabría agregar) y de allí tomamos combustible, armamento y municiones para nuestras batallas ideológicas y hasta físicas. Pero nadie hace el esfuerzo de mirar al enemigo sin anteojeras y de preguntarse cuántas cosas tiene en común con él cuando lo observa sin la embrutecedora escafandra del prejuicio y del fundamentalismo, sea político, religioso o cultural.

“Debemos construir un tercero”, escribe Dubet. Es decir, un conjunto de principios, representaciones, políticas y mecanismos sociales comunes. Él lo refiere a la discriminación, pero su idea puede extenderse a toda la vida de una sociedad. “Si la democracia es el arte de vivir juntos, hay que renovar la representación democrática, reconstruir la igualdad social, construir instituciones acogedoras y escribir otro relato nacional”, culmina Dubet. Un relato que no se escriba desde las trincheras y con bayonetas, sino desde la cercanía y la empatía. Acaso para muchas mentes de la política y de la sociedad argentina todo esto parezca dicho y escrito en algún dialecto ininteligible. Esas mentes y quienes las lideran, orientan y alimentan en una y otra trinchera son los principales saboteadores de todo intento en este sentido. Tienen mucho para perder en una vida de veras democrática y con una Justicia que funcione. Perderían prebendas, inmunidad e impunidad, por ejemplo. Pero, como en los relatos de Axelrod y Ashworth, hay un tercio que no comulga con matar o morir y aspira a un diciembre de 1916. En tiempos de pánico, dice Dubet, el camino que parece tímido y moderado puede resultar el más racional y razonable. Quizás aún sea posible una rebelión en las trincheras.

*Escritor y periodista.