Hay un concepto que usó Lacan en uno de sus seminarios que a mí me gusta mucho. Es el del regalo envenenado. Es decir un regalo que alguien te hace –a veces de corazón– y que después termina destruyéndote. ¿Les suena? Cuando era chico, mi mamá me dijo que había contratado a un payaso muy bueno para animar mi cumpleaños. Era mi papá disfrazado. Hacía chistes, inflaba globos. Mis amigos me decían: “Quién es este tarado que contrataron?”. Me morí de vergüenza.
Hace poco me enteré de una nueva modalidad de regalo que se hace en las fiestas de cumpleaños de algunos colegios. Se llama el “regalo de la sala”. No sé qué diría Jacques Lacan de esta nueva costumbre. ¿De qué se trata? Los padres de la niña o niño que cumple años son los encargados de comprar el regalo de toda la sala, de esta manera se consigue que todos los demás padres no tengan que pensar o perder tiempo en comprar un regalo en cada uno de los cumpleaños a los que son invitados sus hijos.
Me acuerdo de un tramo de El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. El Principito, ya deambulando por la Tierra, se encuentra con un fabricante de píldoras para aplacar la sed. El Principito le pregunta por qué vende eso. El Mercader le dice: “Es una gran economía de tiempo. Los expertos han hecho cálculos. Se ahorra cincuentra y tres minutos por semana. El Principito piensa y pregunta (recuerden que es un gran preguntón) : “¿Y qué se hace con esos cincuenta y tres minutos? El Mercader responde: “Se hace lo que se quiere”. “Yo –dice El Principito–, si tuviera cincuentra y tres minutos para gastar, caminaría tranquilamente hacia una fuente”.
¿No sería mejor que los chicos se hicieran un tiempo para buscar un regalo para sus amigos? Un regalo puede ser cualquier cosa: un chocolate, una flor, un dibujo, una piedra, una tarjeta SUBE pintada, una foto, un collage, una perra border collie, un anillo, un póster de Amy Winehouse disfrazada de la mujer maravilla.
